Si Dios nos conoce con ese conocimiento infinito
y detallado, ¿nos damos cuenta, entonces, que nuestros pecados los cometemos
en presencia de Dios? Si nos avergonzamos de nuestros pecados ante nuestros
semejantes, ¿cómo no avergonzarnos ante Dios que todo lo ve? ¿Cómo pretender
escondernos de El para pecar?
Lo dice también el Profeta Jeremías: ¿Puede un hombre esconderse
en un escondite sin que Yo lo vea? El cielo y la tierra ¿no los lleno
Yo?, dice Yavé? (Jer. 23, 24).
Cuando San Pablo en Atenas, sintiendo gran malestar, pues la ciudad estaba
llena de ídolos, al serle requerida una explicación a sus enseñanzas por
parte de filósofos griegos, comienza a hablarles del Dios desconocido,
al que los atenienses en medio de tantos ídolos- también habían
dedicado un altar, en ese famoso discurso en el Areópago proclama:
El Dios que hizo el mundo y todo lo que hay en él, siendo Señor
del Cielo y de la tierra, no vive en santuarios fabricados por hombres
En realidad Dios no está lejos de cada uno de nosotros, pues en
El vivimos, nos movemos y existimos (Hech. 7, 24 y 28).
Nos está hablando el Apóstol de los Gentiles precisamente de la Omnipresencia
de Dios, presencia divina que es indispensable para que podamos vivir,
movernos y existir. Es decir, Dios nos da el ser y también nos lo
conserva, ya que su presencia está en todo lo creado.
Como resumen de lo que significa la Omnipresencia
de Dios, tomemos este breve párrafo de la Suma Teológica de Santo Tomás
de Aquino:
Dios está en todas partes:
-
por potencia, en cuanto a que
todos están sometidos a su poder;
-
por presencia, en cuanto a que
todo está patente y como desnudo a sus ojos;
-
por esencia, en cuanto está en
todos como causa de su ser.
Ahora bien, además de esta presencia común
y natural de Dios en todo lo creado, mediante la cual nos mantiene vivos,
nos tiene ante su mirada divina y nos somete a su poder infinito, se dan
otros tipos de presencia divina sobrenaturales, a saber:
¿No
saben ustedes que son Templo de Dios, y que el Espíritu de Dios habita
en ustedes? (1 Cor. 3, 16).
Es una presencia especial de Dios en el alma que participa de la gracia
divina, y en virtud de esta participación, habita en ella en forma sobrenatural
la Santísima Trinidad.
|