PECADO DE OMISION

En la época de Jesucristo, un “talento” era equivalente a unos 35 kilos de metal precioso.  Pero un día Jesús usó los talentos para significar las capacidades que Dios da a cada uno de nosotros.  Fue cuando nos contó la famosa parábola de los talentos (Mt. 25, 14-30).

Nos habló de un hombre que llama a sus servidores y le da cinco talentos a uno, a otro tres talentos y al último solamente un talento.  Los dos primeros duplicaron sus talentos y el último escondió el único talento que recibió.

Al regresar el amo, los dos primeros son felicitados, y se les invita a “tomar parte en la alegría de su Señor”.  Es decir, los que hicieron fructificar sus talentos llegaron al Reino de los Cielos.  Pero al tercero le fue quitado el talento que guardó sin hacer fructificar y, además, es echado “fuera, a las tinieblas, donde será el llanto y la desesperación”.  Es decir, el que no produjo frutos, será condenado igual que un pecador.  Pero …  ¿por qué?

Porque también es un pecador.  Hay un tipo de pecado, llamado “pecado de omisión” que se refiere, no a lo que se ha hecho, sino a lo que se ha dejado de hacer.

Dios distribuye sus gracias cómo quiere.  Lo importante no es recibir mucho o poco, ni recibir más o menos que otro.  Esta parábola nos muestra que Dios reparte sus dones en diferentes medidas.  Lo importante es saber que Dios da a cada uno lo que necesita para su salvación, y lo da en la forma y en el momento adecuado.

Además, Dios exige en proporción de lo que nos ha dado.  “A quien mucho se le da, mucho se le exigirá” (Lc. 12, 48).  Y lo que nos ha dado es para hacerlo fructificar.  Muy importante esto.

¿Qué es lo que Dios espera de nosotros?  Que con las gracias que nos da, demos frutos de virtudes y de buenas obras.  Dicho en otras palabras:  El nos da las gracias, y espera que las aprovechemos bien.

Y ¿cómo se aprovechan las gracias?   Creciendo en virtudes, es decir, en hábitos de obrar bien, como por ejemplo sirviendo y ayudando a los demás.

Otro ejemplo.  Tomemos una de las virtudes que Dios nos ha dado:  la fe, que consiste en creer las verdades divinas.  Y creer simplemente porque El nos las ha revelado, no importa que las apariencias nos digan otra cosa.  Esa fe en Dios deberá fructificar al convertirse en una fe más profunda que nos lleva a tener una total confianza en Dios, en sus planes para nuestra vida y en su manera de realizar esos planes.  Es decir, la fe fructifica en confianza plena en Dios.

Otro fruto:  porque creemos en Dios, creemos que debemos a amarnos como El nos ha amado.  Por eso es que la fe también debe producir frutos de buenas obras en servicio a los demás, en solidaridad con el otro, en compasión con quienes necesitan ayuda, en el perdón a los que nos hacen daño.

Pero ¡ojo! Sería tonto creer que somos nosotros mismos los que hacemos fructificar nuestros talentos.  ¡Cuidado con pensar así!  Porque otro talento más que Dios nos da es la misma capacidad de responder a sus gracias.

Como vemos, Dios nos santifica, sin ningún mérito de nuestra parte, pues es el Espíritu Santo, actuando en nosotros –si lo dejamos- Quien nos capacita para que realicemos buenas obras.

Entonces al final, cuando el Señor nos pida cuentas, los que no hayan dado frutos serán echados fuera del Reino de los Cielos, y los que hayan dado frutos entrarán a gozar de la gloria del Señor.

 

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