NO SÓLO NOS SALVÓ…

¡Si pudiéramos imaginar realmente cómo era la situación de la humanidad antes de la venida de Cristo!  ¡Si pudiéramos penetrar realmente lo que sentía la gente que esperaba al Mesías prometido!  Es tan fácil -ahora que ya Cristo vino- tomar su venida como un derecho adquirido, y hasta darnos el lujo de rechazar o de no importarnos lo que Dios ha hecho para con nosotros.

Los Profetas del Antiguo Testamento, especialmente Isaías (Is. 9, 1-3 y 5-6) nos hablan de que la humanidad se encontraba perdida y en la oscuridad, subyugada y oprimida, hasta que vino al mundo “un Niño”.  Entonces “el pueblo que caminaba en tinieblas vio una  gran luz ... se rompió el yugo, la barra que oprimía sus hombros y el cetro de su tirano”.

Podemos imaginar, entonces, la alegría inmensa ante el anuncio del Ángel a los Pastores cercanos a la cueva de Belén:  “Les traigo una buena noticia, que causará gran alegría a todo el pueblo:  hoy les ha nacido en la ciudad de David, un salvador, que es el Mesías, el Señor” (Lc. 2, 1-14).

¿Hemos pensado cómo estaríamos si ese “Niño” no hubiera nacido?  Estaríamos aún bajo “el cetro del tirano”, el “príncipe de este mundo”.  Pero con la venida de Cristo, con el nacimiento de ese Niño hace más de dos mil años, se ha pagado nuestro rescate y estamos libres del secuestro del Demonio.

Y ese Dios que se rebaja de su divinidad a nuestra humanidad, levanta nuestra condición humana hasta su dignidad.  En efecto, nos dice San Juan al comienzo de su Evangelio (Jn. 1, 1-18)  que Dios concedió “a todos los que le reciben, a todos los que creen en su Nombre, llegar a ser hijos de Dios”.

Eso de ser “hijos de Dios” se repite muy fácilmente, pues de tanto oírlo se nos ha convertido en un “derecho adquirido”.  Pero ¿nos damos cuenta que ser hijos de Dios es lo mismo que Jesucristo?  ¡El es el que era Hijo de Dios, nosotros no!

Jesús era el Hijo de Dios y nosotros creaturas de Dios (que ya era bastante!).  ¿Nos damos cuenta que Jesús se hizo Hombre y vino a salvarnos, pero no le bastó eso, sino que nos elevó de nuestra categoría de creaturas de Dios a la categoría de hijos de Dios, igual que Él?  ¿Nos damos cuenta que Jesús nos da a Su Padre para que sea nuestro Padre?  ¿No es como para permanecer por siempre atónitos ante este infinito privilegio?

Y al ser hijos somos herederos, herederos del Reino de los Cielos.  Nuestra herencia, la misma que la de nuestro Salvador.

Por todo esto, “el pueblo que caminaba en tinieblas vio un gran Luz”.  Y esa Luz que es Cristo confiere a nuestra humanidad derechos de eternidad:  vivir eternamente con El en la gloria del Cielo.

Por todo esto, el día de Navidad no nos queda más remedio que aclamar, llenos de alegría, junto con los Ángeles:  ¡“Gloria a Dios en el Cielo”!

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