CIEGO CON CIEGO


La Parábola de los ciegos
Pieter Brueghel

“¿Acaso puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en el hoyo?”, nos alertó Jesús casi al final del Sermón de la Montaña (Lc 6, 39-45).

Hay muchos ciegos por ahí.  Y ¿cómo podemos dejar de ser ciegos para ver bien?  La Luz que nos devuelve la vista es la que nos da Jesús con sus enseñanzas.  Pero esas enseñanzas hay que aceptarlas y, al irlas siguiendo con docilidad, se nos va quitando la ceguera.

Es así como el discípulo que se deja formar por Cristo, al ir asumiendo y practicando sus consejos y enseñanzas, podrá ser esa luz para los demás, esa guía luminosa que los atrae.  Pero, en realidad, quien los atrae es el mismo Cristo, que nos dijo: “Yo soy la Luz del mundo” (Jn 8, 12).

Ahora bien, dejar de ser ciego requiere del seguidor de Cristo continua conversión.  Y ¿en qué consiste esa conversión?  En reconocer los propios pecados y defectos.  Sólo así se es luz y se puede ser guía.   Guía no es aquél que anda cargado de defectos y pecados, pero se siente con derecho de reclamar a otros los defectos y pecados que tiene y que –casi seguramente- son mucho menores que los suyos.

Para esto, Jesús presenta una característica a observar en nosotros mismos y en los demás: “cada árbol se conoce por su fruto”.  Por cierto, los frutos no tienen que ser obras grandiosas u obras físicas que se vean –aunque pudieran también serlo.  Los principales frutos son los que salen del interior de la persona, comenzado por los llamados Frutos del Espíritu: “caridad, alegría, paz, comprensión de los demás, generosidad, bondad, fidelidad, mansedumbre y dominio de sí mismo” (Gal 5, 22-23).

Los frutos de cada persona –si es que no se ven a simple vista, porque los trata de esconder- en algún momento salen de su boca, sean buenos o sean malos, “porque de lo que rebosa el corazón habla la boca”, nos dice Jesús en este pasaje evangélico.

De allí la importancia de cultivar virtudes en nuestro interior, como el buen cuido que se le da a las plantas y árboles.  ¿Cómo hacerlo?  Cristo nos dejó la guía y la ayuda en Su Palabra y en Su Iglesia.  En la Iglesia tenemos los Sacramentos, concretamente la Confesión y la Comunión, como auxilios indispensables para sanar y alimentar el corazón.

Y tenemos la oración, ese privilegio inmenso de poder comunicanos con Dios cada vez que se nos ocurra.  La oración y los Sacramentos van ayudándonos a transformar nuestro corazón pecador en un corazón que se vaya asemejando cada vez más al de Jesús…y al de Su Madre.

Eso sí, tampoco engañarnos con creer que es obra nuestra el cultivo de nuestro corazón: ¡es obra de Dios!  Por eso nos dice San Pablo (1ª Cor 15, 54-58): “¡Gracias a Dios, que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo”

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