SEÑALES EN EL CAMINO 5ª Señal
El amor a Dios requiere un primer “sí” definitivo: rendirnos ante El, darle un “cheque en blanco”. Y ese “sí” inicial tiene que irse repitiendo a lo largo de nuestra vida. Como el “sí” de María en la Anunciación, el cual repitió a lo largo de su vida, hasta en la Cruz. Es lo que llamamos tener perseverancia. Y Dios nos hace saber que el camino no es fácil. El no nos engaña. No nos promete la felicidad perfecta en esta vida. No nos dice que será un camino de pétalos de rosas. Por el contrario nos advierte que será un camino de cruz: “Y el que no carga su cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo” (Lc. 14, 27). Por eso nos advierte de antemano, para que al dar ese “sí”, sepamos que no podemos estar volteando para atrás: “Todo el que pone la mano en el arado y mira para atrás, no sirve para el Reino de Dios” (Lc. 9, 62). Y nos pide que calculemos bien, pues no quiere que nos entusiasmemos en un momento inicial y luego queramos volver a una vida aparentemente más fácil -según la medida del mundo, que sabemos no es la medida de Dios. Para demostrar esto nos puso el ejemplo de un constructor que comienza una torre sin calcular su costo y ve que no puede terminarla. Y advierte el Señor que si cava los cimientos y luego no puede acabarla, todos se burlarán de ese constructor que no tiene constancia. (cf. Lc. 14, 28-30). De allí que la virtud de la perseverancia sea tan necesaria en la vida espiritual, porque habrán obstáculos, vendrán dificultades, surgirán persecuciones, y ninguno de esos inconvenientes pueden ser excusa para no continuar, ya que no se puede interrumpir el camino hacia Dios por las molestias que puedan presentarse. Las gracias (las ayudas gratuitas de Dios) siempre estarán para que perseveremos hasta el final. De eso se trata. De llegar a la meta. Es lo que se llama la “perseverancia final”. Pero para llegar al final, al Cielo, Dios nos dice cuál es el cálculo que tenemos que hacer: saber que tenemos que renunciar a todo. Esa es su exigencia cuando nos dice: “Cualquiera de ustedes que no renuncie a todos sus bienes, no puede ser mi discípulo” (Lc. 14, 33). Dios es exigente: El, que es “Todo”, quiere “todo”. Y lo quiere, porque sabe que eso que consideramos nosotros nuestro “todo” realmente no es “nada”. Ya lo dice San Pablo de manera muy gráfica: “Fijándome en Cristo, todas las ganancias me parecen pérdidas ... Por amor a Cristo Jesús, acepté perder todas las cosas y las tengo por basura con tal de ganarlo a El” (Flp. 3, 7-8).
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