De las opciones que tenemos para después de la muerte (Cielo, Infierno y Purgatorio), el Purgatorio es la única que no es eterna. Las almas que llegan al Purgatorio están ya salvadas, permanecen en ese estado de purgación el tiempo necesario para ser purificadas totalmente antes de acceder al Cielo. Objeción: El Purgatorio no aparece en la Biblia. Respuesta: No se puede descartar la existencia del Purgatorio porque esa precisa palabra no aparezca en la Biblia. Es interesante saber que la palabra “Trinidad” tampoco aparece, y Cristianos, tanto Católicos como no Católicos, creemos en el misterio de la Santísima Trinidad. Entonces, a pesar de no aparecer la palabra “purgatorio” en la Sagrada Escritura, la realidad de lo que significa este término está bien expresada en la Biblia. En el Antiguo Testamento, por ejemplo, el Libro 2 de los Macabeos nos muestra que el pueblo hebreo creía en un estado intermedio, ni Cielo, ni Infierno eterno, al narrarnos que después de sepultar a los caídos, los soldados de Judas Macabeo “rezaron al Señor para que perdonara totalmente ese pecado a sus compañeros muertos”. Y no sólo oraron, sino que Judas envió a Jerusalén dinero recolectado entre todos para que fueran ofrecidos sacrificios en favor de estos difuntos. Y nos dice la Palabra de Dios: “Esta fue la razón por la cual Judas ofreció este sacrificio por los muertos: para que fueran perdonados de su pecado” (2 Macabeos 12, 38-45). Y en el Nuevo Testamento San Pablo también nos presenta el concepto de “Purgatorio”: “El fuego probará la obra de cada uno. Si lo que has construido resiste al fuego, serás premiado. Pero si la obra se convierte en cenizas, el obrero tendrá que pagar. Se salvará pero no sin pasar por el fuego” (1 Cor. 3, 13-15). Jesús mismo nos da a entender el concepto de Purgatorio en la parábola del siervo despiadado, aquél que pretendió cobrar una pequeña deuda cuando su amo le había condonado una deuda muchísimo mayor. El amo, al enterarse, “lo puso en manos de los verdugos hasta que pagara toda la deuda” (Mt. 18, 34). Adicionalmente, hablando de la “Jerusalén Celestial”, el Apocalipsis nos dice: “Nada manchado entrará en ella” (Ap. 21, 27). Esa etapa de purificación que los Católicos llamamos “Purgatorio” es, además, un regalo de la misericordia infinita de Dios, y una señal de esperanza, ya que las almas que llegan al Purgatorio ya están salvadas: la única opción posterior que tienen es el Cielo; permanecen allí el tiempo necesario para ser purificadas totalmente antes de entrar a la visión y el disfrute total de Dios en el Cielo. (cfr. Catecismo de la Iglesia Católica #1030-1032). Más aún, es un dogma de fe, es decir, de obligatoria creencia por parte de todo católico. Por otra parte, nos recordaba el Papa Juan Pablo II en una catequesis suya titulada “El Purgatorio: purificación necesaria para el encuentro con Dios”, que estamos invitados a “purificarnos de toda mancha de la carne y del espíritu (2 Cor. 7, 1 y cf. 1 Jn. 3, 3), porque el encuentro con Dios requiere una pureza absoluta. Nos dijo además el Papa que hay que eliminar todo vestigio del apego al mal y corregir toda imperfección del alma. La purificación debe ser completa y, precisamente, esto es lo que enseña la doctrina de la Iglesia sobre el Purgatorio. (cf. JP II, 4-agosto-1999) Objeción: ¿Por qué hay que pagar por nuestros pecados en el Purgatorio si ya fueron perdonados en la Confesión? Respuesta: Al final de nuestra vida en la tierra tenemos tres alternativas: Cielo (felicidad eterna), Infierno (condenación eterna) o Purgatorio. El Purgatorio es un estado de purificación no eterno, por el cual tienen que pasar las almas que no están preparadas para ir directamente al Cielo. Las almas que llegan al Purgatorio ya están salvadas: luego de su purificación pasan al Cielo. ¿Quiénes necesitan esta preparación purificadora? Aquéllos que mueren en pecado venial y/o aquéllos cuyas almas aún tienen los efectos de los pecados mortales ya perdonados, por lo cual requieren de una purificación. Y esto es así porque al Cielo “no puede entrar nada manchado” (Ap. 21, 27). El Purgatorio, entonces, es eso: un sitio de limpieza, de purificación, de depuración, para luego poder ver a Dios cara a cara y vivir en El para toda la eternidad, en esa felicidad perfecta que llamamos “Cielo” o “Jerusalén Celestial”. Es cierto que Dios nos ha perdonado nuestros pecados con nuestro arrepentimiento y con la Confesión sacramental, pero el alma ha quedado -por así decirlo- como manchada. Es como aquella mancha en una tela blanca que no se quita con agua y jabón solamente, sino que necesitamos aplicarle cloro o algún blanqueador especial. Así mismo es la mancha que dejan en nuestra alma los pecados mortales. Es necesario, entonces, “blanquearla”. Y esa operación de blanqueo o purificación puede tener lugar aquí en la vida terrena o en el más allá. En el más allá Dios, en su infinita misericordia, nos da la opción de purificar en el Purgatorio, ese estado que como bien enseña San Agustín, es para aquéllos que no mueren tan mal como para merecer el Infierno, pero que tampoco mueren tan bien como para merecer el Cielo. El Purgatorio se parece también a la purificación por la que tiene que pasar el oro, el cual, recién extraído de la mina, debe ser pasado por fuego para quitar las impurezas que no son oro. Y de fuego habla San Pablo cuando nos dice: “El fuego probará la obra de cada uno ... se salvará pero como pasando por fuego” (1 Cor. 3, 13-15). ¿Podemos purificarnos aquí en la tierra, sin necesidad de ir al Purgatorio? Sí es posible, esa purificación necesaria que borra los efectos de los pecados mortales también puede tener lugar en esta vida. Los que han llegado al Cielo directamente -los Santos reconocidos por la Iglesia como tales y los santos desconocidos- para poder llegar al Cielo, tuvieron que tener esa purificación durante su vida en la tierra. ¿Cómo es esa purificación? Los que han llegado al Cielo sin tener que pasar por el Purgatorio ciertamente hicieron durante su vida -o por lo menos durante una parte de su vida- la Voluntad de Dios en todo lo que Dios les fue presentando y pidiendo, sin importarles su propia voluntad, sino solamente lo que Dios les pidiera. No significa que ninguno cometió pecado mortal. El caso más resaltante es el mismo San Agustín, quien fue un gran pecador antes de convertirse, pero de allí en adelante se dedicó a cumplir la Voluntad de Dios y a realizar las obras que Dios le fue pidiendo. Asimismo nosotros, entregados a los deseos de Dios y descartando los nuestros, realizando las obras que Dios nos pide y no las nuestras, acatando los planes de Dios y no los nuestros, de esa manera vamos purificándonos, sabiendo que no somos nosotros mismos, sino que es Dios quien va haciendo esa labor de purificación si nosotros, con nuestra aceptación, vamos dejándole que la haga. También puede ser que Dios, que es el que sabe cómo nos va llevando al Cielo, desee purificarnos a través del sufrimiento aquí en la tierra. San Pedro habla de esto: “Dios nos concedió una herencia que nos está reservada en los Cielos ... Por esto alégrense, aunque por un tiempo quizá sea necesario sufrir varias pruebas. Vuestra fe saldrá de ahí probada, como el oro que pasa por el fuego ... hasta el día de la Revelación de Cristo Jesús, en que alcanzaréis la meta de vuestra fe: la salvación de vuestras almas” (1a Pe. 1, 3-9) Ciertamente San Pedro se refiere a los sufrimientos que más tarde o más temprano, a unos más a otros menos, se nos presentan durante nuestra vida. Los sufrimientos, recibidos con paciencia y aceptación, y unidos a los sufrimientos de Cristo, son medios especiales para ir purificándonos aquí en la tierra. Hay que aprovechar esas oportunidades de purificación que Dios en su Sabiduría infinita nos va presentando, con las cuales podemos evitar todo el tiempo o parte del tiempo que nos tocaría de Purgatorio. Por eso se habla de pasar el Purgatorio aquí en la tierra. Sea aquí o allá, la purificación es indispensable para llegar al Cielo. El Purgatorio es un estado de dolores fuertes y en soledad, y de tristeza inmensa por tener la vergüenza de no poder acercarnos a Dios. Dios nos quiere llevar al Cielo directamente. Entonces, si queremos llegar al Cielo sin pasar por el Purgatorio, debemos aprovechar las oportunidades de purificarnos aquí en la tierra. Así, las oportunidades de purificación que nos presenta Dios Nuestro Señor a través de circunstancias dolorosas o adversas en nuestra vida deben verse, no como castigo, sino como lo que son: oportunidades de purificación, para disminuir u obviar el Purgatorio. Están de acuerdo los Teólogos en señalar que tal vez la pena más dolorosa de la etapa de purgatorio sea la tardanza en poder disfrutar de la gloria de Dios. En el momento en que el alma se separa del cuerpo y se desprende de los lazos de la tierra se siente irresistiblemente atraída por el Amor Infinito de Dios. Por consiguiente, el retraso en poder gozar de la “Visión Beatífica” causa un dolor incomparable a cualquier dolor de la tierra. Ha llegado la hora de ver a Dios, pero al no estar debidamente purificada el alma no puede verlo. En la tierra se buscó a sí misma; ahora busca a Dios y no puede encontrarle por el tiempo que tarde su purificación. (cfr. A. Royo Marín, Teología de la Salvación; Garrigou-Lagrange, La Vida Eterna y la profundidad del alma). Es deseable, entonces, obviar el Purgatorio, ya que no es un estado agradable, sino más bien de sufrimiento y dolor, que puede ser corto, pero que puede ser también muy largo. Objeción: No se debe orar por los difuntos. Respuesta: La y el ofrecimiento de sacrificios por creyentes muertos con necesidad de purificación viene dada desde el Antiguo Testamento, en el Libro 2 de los Macabeos. “Todos se admiraron de la intervención del Señor, justo Juez que saca a luz las acciones más secretas, y rezaron al Señor para que perdonara totalmente ese pecado a sus compañeros muertos. El valiente Judas ... efectuó entre sus soldados una colecta y entonces envió hasta dos mil monedas de plata a Jerusalén a fin de que allí se ofreciera un sacrificio por el pecado. “Todo esto lo hicieron muy bien inspirados por la creencia de la resurrección, pues si no hubieran creído que los compañeros caídos iban a resucitar, habría sido cosa inútil y estúpida orar por ellos. “Pero creían firmemente en una valiosa recompensa para los que mueren como creyentes; de ahí que su inquietud era santa y de acuerdo con la fe. Esta fue la razón por la cual Judas ofreció este sacrificio por los muertos: para que fueran perdonados de su pecado” (2 Mac. 41-45).
Respecto de la intercesión de unos por otros, nos decía el Papa Juan Pablo II en esa Catequesis sobre el Purgatorio, que para alcanzar un estado de integridad perfecta es necesaria, a veces, la intercesión o la mediación de una persona. Por ejemplo, Moisés obtiene el perdón del pueblo con una súplica, en la que evoca la obra salvífica realizada por Dios en el pasado e invoca su fidelidad al juramento hecho a los padres (cf. Ex 32, 30 y vv. 11-13). Y continuaba el Papa Juan Pablo II: “Hay que proponer hoy de nuevo un último aspecto importante, que la tradición de la Iglesia siempre ha puesto de relieve: la dimensión comunitaria. En efecto, quienes se encuentran en la condición de purificación (Purgatorio) están unidos tanto a los bienaventurados, que ya gozan plenamente de la vida eterna, como a nosotros, que caminamos en este mundo hacia la casa del Padre (cf. Catecismo de la Iglesia católica, #. 1032). “Así como en la vida terrena los creyentes están unidos entre sí en el único Cuerpo místico, así también después de la muerte los que viven en estado de purificación experimentan la misma solidaridad eclesial que actúa en la oración, en los sufragios y en la caridad de los demás hermanos en la fe. La purificación se realiza en el vínculo esencial que se crea entre quienes viven la vida del tiempo presente y quienes ya gozan de la bienaventuranza eterna.” (JP II, Miércoles 4 de Agosto 1999) (Catecismo de la Iglesia Católica #1030, 1031, 1032, 1054).
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