La imprudencia –o la impudicia–
de las ideologías no deja de llenarme de estupor. Un publicista,
Adriano Petta, ha publicado un artículo titulado «Los esqueletos
de la Santa Inquisición». Dejá vu, naturalmente. Digamos,
de al menos dos siglos y medio. Es como para pasar de largo, si no fuera
porque el texto ha sido publicado en «Il Manifesto», uno de
los dos o tres periódicos en todo Occidente que todavía
se proclama en la cabecera «diario comunista».
Para otros periodos históricos se han hecho recuentos precisos:
un sólo año de Revolución
Francesa, el 1793 del Gran Terror, causó muchas más víctimas
que todos los siglos de todas las inquisiciones unidas (los protestantes,
de hecho, no bromearon: la Ginebra de Calvino se iluminó con las
hogueras, la Alemania luterana se dio a la caza de brujas casi como un
deporte nacional; la última masacre alentada por los pastores puritanos
de Salem, Massachusetts, raya el umbral de 1800). En cuanto al comunismo,
sigue aumentando el número –¿cien millones de muertos?–
pero quizá no se sepan nunca las cifras precisas de una masacre
que duró setenta años, en nombre de la exigencia
de imponer «la ortodoxia» contra las «desviaciones».
Que es justo lo que se denuncia en el fenómeno inquisitorial cristiano.
Resulta difícil, por tanto, tomarse en serio las prédicas
que llegan desde ciertos púlpitos.
Propaganda antiespañola. Sea como sea, el colaborador
de «Il Manifesto» termina su arenga contra la Inquisición
que le indigna, la religiosa, con un vigoroso «¡Basta ya de
vanas tentativas de revisionismo!». Es curioso: un estudioso de
la Historia que pretende congelar un esquema previo de condena, rechazando
someter la vulgata del panfleto decimonónico a la verificación
de los hechos. En realidad, todo aquel que frecuenta la bibliografía
actualizada, sabe que el juicio sobre las Inquisiciones (incluso sobre
la española, la más difamada de todas) está hoy mucho
más articulado. Existe todavía quien, como Luigi Firpo,
insospechado maestro del laicismo y de anticlericalismo, ya hace veinte
años auspiciaba la apertura de los archivos, llevada a cabo más
tarde por el cardenal Ratzinger: «El examen de los dossieres beneficiaría
mucho a la Iglesia. Caerían muchos
pedazos de la Leyenda Negra, descubriendo que los procesos se caracterizaban
por una gran corrección formal y una red de garantías inimaginable
para los tribunales laicos de la época. Las condenas a muerte y
las torturas fueron la excepción: las imágenes que todos
tenemos de los tormentos y que hemos visto en los libros del colegio fueron
impresas en Amsterdam y Londres, alentadas por la propaganda protestante
en el marco de la lucha contra España por la hegemonía en
el Atlántico.
El pecado del anacronismo. No
se trata, naturalmente, de pasar de la execración a la admiración:
es cierto que, más allá de la redimensión (necesaria)
de los horrores, el historiador auténtico debe evitar aquí,
como en cualquier otro lugar, el pecado mortal del anacronismo. El
pasado hay que valorarlo según sus categorías,
no según las nuestras: la actividad de aquellos tribunales se inspiraba
en la necesidad de proteger la vida social, cuya tranquilidad se basaba
en una fe común; y estaba movida por el ansia sincera de practicar
la más alta de las caridades: la espiritual.
Así como las autoridades de hoy en
día consideran su obligación la tutela de la salud de los
ciudadanos, la Iglesia católica estaba convencida de tener que
responder ante Dios de la salvación eterna de sus hijos. Salvación
que corría peligro a causa del más tóxico de los
venenos: la herejía.
Burda propaganda. Discursos complejos, se entiende,
que exigirían otro artículo. Aquí, basta poner sobre
aviso y señalar que pertenece a una burda propaganda y no a una
historiografía presentable el sumario del artículo de «Il
Manifesto»: «Un programa de la RAI se hace cómplice
del Vaticano para reescribir la Historia y rehabilitar a la Inquisición,
madre de todas las torturas y masacres de inocentes». Los lectores
merecen algo mejor. |