RELATO MÍSTICO
DEL NACIMIENTO JESÚS EN BELÉN
MÍSTICA CIUDAD DE DIOS:
por Sor María de Jesús de Agreda
PARTE 9
CAPITULO 10
Nace Cristo nuestro bien de
María Virgen
en Belén de Judea.
468. El palacio que tenía prevenido el supremo Rey de los reyes y Señor de los Señores para hospedar en el mundo a su eterno Hijo humanado para los hombres, era la más pobre y humilde choza o cueva, a donde María santísima y San José se retiraron despedidos de los hospicios y piedad natural de los mismos hombres. Era este lugar tan despreciado y contentible, que con estar la ciudad de Belén tan llena de forasteros que faltaban posadas en que habitar, con todo eso nadie se dignó de ocuparle ni bajar a él, porque era cierto no les competía ni les venía bien sino a los maestros de la humildad y pobreza, Cristo nuestro bien y su purísima Madre. Y por este medio les reservó para ellos la sabiduría del eterno Padre, consagrándole con los adornos de desnudez, soledad y pobreza por el primer templo de la luz y casa del verdadero Sol de Justicia (Mt 5, 48), que para los rectos de corazón había de nacer de la candidísima aurora María, en medio de las tinieblas de la noche —símbolo de las del pecado— que ocupaban todo el mundo.
469. Entraron María santísima y San José en este prevenido hospicio, y con el resplandor que despedían los diez mil Ángeles que los acompañaban pudieron fácilmente reconocerle pobre y solo, como lo deseaban, con gran consuelo y lágrimas de alegría. Luego los dos santos peregrinos hincados de rodillas alabaron al Señor y le dieron gracias por aquel beneficio, que no ignoraban era dispuesto por los ocultos juicios de la eternal Sabiduría. De este gran sacramento estuvo más capaz la divina princesa María, porque en santificando con sus plantas aquella felicísima cuevecica, sintió una plenitud de júbilo interior que la elevó y vivificó toda, y pidió al Señor pagase con liberal mano a todos los vecinos de la ciudad que, despidiéndola de sus casas, la habían ocasionado tanto bien como en aquella humildísima choza la esperaba. Era toda de unos peñascos naturales y toscos, sin género de curiosidad ni artificio y tal que los hombres la juzgaron por conveniente para solo albergue de animales, pero el eterno Padre la tenía destinada para abrigo y habitación de su mismo Hijo.
Plano de la cueva donde nació
Nuestro Señor Jesús
según revelaciones a Ana Katerina Emerich
470. Los espíritus angélicos, que como milicia celestial guardaban a su Reina y Señora, se ordenaron en forma de escuadrones, como quien hacía cuerpo de guardia en el palacio real. Y en la forma corpórea y humana que tenían, se le manifestaban también al santo esposo José, que en aquella ocasión era conveniente gozase de este favor, así por aliviar su pena, viendo tan adornado y hermoso aquel pobre hospicio con las riquezas del cielo, como para aliviar y animar su corazón y levantarle más para los sucesos que prevenía el Señor aquella noche y en tan despreciado lugar. La gran Reina y Emperatriz del cielo, que ya estaba informada del misterio que se había de celebrar, determinó limpiar con sus manos aquella cueva que luego había de servir de trono real y propiciatorio sagrado, porque ni a ella le faltase ejercicio de humildad, ni a su Hijo unigénito aquel culto y reverencia que era el que en tal ocasión podía prevenirle por adorno de su templo.
471. El santo esposo José, atento a la majestad de su divina esposa, que ella parece olvidaba en presencia de la humildad, la suplicó no le quitase a él aquel oficio que entonces le tocaba y, adelantándose, comenzó a limpiar el suelo y rincones de la cueva, aunque no por eso dejó de hacerlo juntamente con él la humilde Señora. Y porque estando los Santos Ángeles en forma humana visible —parece que, a nuestro entender, se hallaran corridos a vista de tan devota porfía y de la humildad de su Reina—, luego con emulación santa ayudaron a este ejercicio o, por mejor decir, en brevísimo espacio limpiaron y despejaron toda aquella caverna, dejándola aliñada y llena de fragancia. San José encendió fuego con el aderezo que para ello traía, y porque el frío era grande, se llegaron a él para recibir algún alivio, y del pobre sustento que llevaban comieron o cenaron con incomparable alegría de sus almas; aunque la Reina del cielo y tierra con la vecina hora de su divino parto estaba tan absorta y abstraída en el misterio, que nada comiera si no mediara la obediencia de su esposo.
472. Dieron gracias al Señor, como acostumbraban, después de haber comido; y deteniéndose un breve espacio en esto y en conferir los misterios del Verbo humanado, la prudentísima Virgen reconocía se le llegaba el parto felicísimo. Rogó a su esposo San José se recogiese a descansar y dormir un poco, porque ya la noche corría muy adelante. Obedeció el varón divino a su esposa y la pidió que también ella hiciese lo mismo, y para esto aliñó y previno con las ropas que traían un pesebre algo ancho, que estaba en el suelo de la cueva para servicio de los animales que en ella recogían. Y dejando a María santísima acomodada en este tálamo, se retiró el santo José a un rincón del portal, donde se puso en oración. Fue luego visitado del Espíritu divino y sintió una fuerza suavísima y extraordinaria con que fue arrebatado y elevado en un éxtasis altísimo, do se le mostró todo lo que sucedió aquella noche en la cueva dichosa; porque no volvió a sus sentidos hasta que le llamó la divina esposa. Y este fue el sueño que allí recibió José, más alto y más feliz que el de Adán en el paraíso (Gen 2, 21).
473. En el lugar que estaba la Reina de las criaturas fue al mismo tiempo, movida de un fuerte llamamiento del Altísimo con eficaz y dulce tansformación que la levantó sobre todo lo criado y sintió nuevos efectos del poder divino, porque fue este éxtasis de los más raros y admirables de su vida santísima. Luego fue levantándose más con nuevos lumines y cualidades que la dio el Altísimo, de los que en otras ocasiones he declarado, para llegar a la visión clara de la divinidad. Con estas disposiciones se le corrió la cortina y vio intuitivamente al mismo Dios con tanta gloria y plenitud de ciencia, que todo entendimiento angélico y humano ni lo puede explicar, ni adecuadamente entender. Renovóse en ella la noticia de los misterios de la divinidad y humanidad santísima de su Hijo, que en otras visiones se le había dado, y de nuevo se le manifestaron otros secretos encerrados en aquel archivo inexhausto del divino pecho. Y yo no tengo bastantes, capaces y adecuados términos ni palabras para manifestar lo que de estos sacramentos he conocido con la luz divina; que su abundancia y fecundidad me hace pobre de razones.
474. Declaróle el Altísimo a su Madre Virgen cómo era tiempo de salir al mundo de su virginal tálamo, y el modo cómo esto había de ser cumplido y ejecutado. Y conoció la prudentísima Señora en esta visión las razones y fines altísimos de tan admirables obras y sacramentos, así de parte del mismo Señor, como de lo que tocaba a las criaturas, para quien se ordenaban inmediatamente. Postróse ante el trono real de la divinidad y, dándole gloria y magnificencia, gracias y alabanzas por sí y las que todas las criaturas le debían por tan inefable misericordia y dignación de su inmenso amor, pidió a Su Majestad nueva luz y gracia para obrar dignamente en el servicio, obsequio, educación del Verbo humanado, que había de recibir en sus brazos y alimentar con su virginal leche. Ésta petición hizo la divina Madre con humildad profundísima, como quien entendía la alteza de tan nuevo sacramento, cual era el criar y tratar como madre a Dios hecho hombre, y porque se juzgaba indigna de tal oficio, para cuyo cumplimiento los supremos serafines eran insuficientes. Prudente y humildemente lo pensaba y pesaba la Madre de la sabiduría (Eclo 24, 24), y porque se humilló hasta el polvo y se deshizo toda en presencia del Altísimo, la levantó Su Majestad y de nuevo la dio título de Madre suya, y la mandó que como Madre legítima y verdadera ejercitase este oficio y ministerio: que le tratase como a Hijo del eterno Padre y juntamente Hijo de sus entrañas. Y todo se le pudo fiar a tal Madre, en que encierro todo lo que no puedo explicar con más palabras.
475. Estuvo María santísima en este rapto y visión beatífica más de una hora inmediata a su divino parto; y al mismo tiempo que salía de ella y volvía en sus sentidos, reconoció y vio que el cuerpo del niño Dios se movía en su virginal vientre, soltándose y despidiéndose de aquel natural lugar donde había estado nueve meses, y se encaminaba a salir de aquel sagrado tálamo. Este movimiento del niño no sólo no causó en la Virgen Madre dolor y pena, como sucede a las demás hijas de Adán y Eva en sus partos, pero antes la renovó toda en júbilo y alegría incomparable, causando en su alma y cuerpo virgíneo efectos tan divinos y levantados, que sobrepujan y exceden a todo pensamiento criado. Quedó en el cuerpo tan espiritualizada, tan hermosa y refulgente, que no parecía criatura humana y terrena: el rostro despedía rayos de luz como un sol entre color encarnado bellísimo, el semblante gravísimo con admirable majestad y el afecto inflamado y fervoroso. Estaba puesta de rodillas en el pesebre, los ojos levantados al cielo, las manos juntas y llegadas al pecho, el espíritu elevado en la divinidad y toda ella deificada. Y con esta disposición, en el término de aquel divino rapto, dio al mundo la eminentísima Señora al Unigénito del Padre y suyo (Lc 2, 7) y nuestro Salvador Jesús, Dios y hombre verdadero, a la hora de media noche, día de domingo, y el año de la creación del mundo, que la Iglesia romana enseña, de cinco mil ciento noventa y nueve; que esta cuenta se me ha declarado es la cierta y verdadera.
476. Otras circunstancias y condiciones de este divinísimo parto, aunque todos los fieles las suponen por milagrosas, pero como no tuvieron otros testigos más que a la misma Reina del cielo y sus cortesanos, no se pueden saber todas en particular, salvo las que el mismo Señor ha manifestado a su santa Iglesia en común, o a particulares almas por diversos modos. Y porque en esto creo hay alguna variedad, y la materia es altísima y en todo venerable, habiendo yo declarado a mis Prelados que me gobiernan lo que conocí de estos misterios para escribirlos, me ordenó la obediencia que de nuevo los consultase con la divina luz y preguntase a la Emperatriz del cielo, mi madre y maestra, y a los Santos Ángeles que me asisten y sueltan las dificultades que se me ofrecen, algunas particularidades que convenían a la mayor declaración del parto sacratísimo de María, Madre de Jesús, Redentor nuestro. Y habiendo cumplido con este mandato, volví a entender lo mismo, y me fue declarado que sucedió en la forma siguiente:
477. En el término de la visión beatífica y rapto de la Madre siempre Virgen, que dejo declarado (Cf. supra n. 473), nació de ella el Sol de Justicia, Hijo del eterno Padre y suyo, limpio, hermosísimo, refulgente y puro, dejándola en su virginal entereza y pureza más divinizada y consagrada; porque no dividió, sino que penetró el virginal claustro, como los rayos del sol, que sin herir la vidriera cristalina, la penetra y deja más hermosa y refulgente. Y antes de explicar el modo milagroso como esto se ejecutó, digo que nació el niño Dios solo y puro, sin aquella túnica que llaman secundina en la que nacen comúnmente enredados los otros niños y están envueltos en ella en los vientres de sus madres. Y no me detengo en declarar la causa de donde pudo nacer y originarse el error que se ha introducido de lo contrario. Basta saber y suponer que en la generación del Verbo humanado y en su nacimiento, el brazo poderoso del Altísimo tomó y eligió de la naturaleza todo aquello que pertenecía a la verdad y sustancia de la generación humana, para que el Verbo hecho hombre verdadero, verdaderamente se llamase concebido, engendrado y nacido como hijo de la sustancia de su Madre siempre Virgen. Pero en las demás condiciones que no son de esencia, sino accidentales a la generación y natividad, no sólo se han de apartar de Cristo Señor nuestro y de su Madre santísima las que tienen relación y dependencia de la culpa original o actual, pero otras muchas que no derogan a la sustancia de la generación o nacimiento y en los mismos términos de la naturaleza contienen alguna impuridad o superfluidad no necesaria para que la Reina del cielo se llame Madre verdadera y Cristo Señor nuestro hijo suyo y que nació de ella. Porque ni estos efectos del pecado o naturaleza eran necesarios para la verdad de la humanidad santísima, ni tampoco para el oficio de Redentor o Maestro; y lo que no fue necesario para estos tres fines, y por otra parte redundaba en mayor excelencia de Cristo y de su Madre santísimos, ¿no se ha de negar a entrambos? Ni los milagros que para ello fueron necesarios se han de recatear con el Autor de la naturaleza y gracia y con la que fue su digna Madre, prevenida, adornada y siempre favorecida y hermoseada; que la divina diestra en todos tiempos la estuvo enriqueciendo de gracias y dones y se extendió con su poder a todo lo que en pura criatura fue posible.
478. Conforme a esta verdad, no derogaba a la razón de madre verdadera que fuese virgen en concebir y parir por obra del Espíritu Santo, quedando siempre virgen. Y aunque sin culpa suya pudiera perder este privilegio la naturaleza, pero faltárale a la divina Madre tan rara y singular excelencia; y porque no estuviese y careciese de ella, se la concedió el poder de su Hijo santísimo. También pudiera nacer el niño Dios con aquella túnica o piel que los demás, pero esto no era necesario para nacer como hijo de su legítima Madre, y por esto no la sacó consigo del vientre virginal y materno, como tampoco pagó a la naturaleza este parto otras pensiones y tributos de menos pureza que contribuyen los demás por el orden común de nacer. El Verbo humanado no era justo que pasase por las leyes comunes de los hijos de Adán, antes era como consiguiente al milagroso modo de nacer, que fuese privilegiado y libre de todo lo que pudiera ser materia de corrupción o menos limpieza; y aquella túnica secundina no se había de corromper fuera del virginal vientre, por haber estado tan contigua o continua con su cuerpo santísimo y ser parte de la sangre y sustancia materna; ni tampoco era conveniente guardarla y conservarla, ni que la tocasen a ella las condiciones y privilegios que se le comunican al divino cuerpo, para salir penetrando el de su Madre santísima, como diré luego. Y el milagro con que se había de disponer de esta piel sagrada, si saliera del vientre, se pudo obrar mejor quedándose en él, sin salir fuera.
479. Nació, pues, el niño Dios del tálamo virginal solo y sin otra cosa material o corporal que le acompañase, pero salió glorioso y transfigurado; porque la divinidad y sabiduría infinita dispuso y ordenó que la gloria del alma santísima redundase y se comunicase al cuerpo del niño Dios al tiempo del nacer, participando los dotes de gloria, como sucedió después en el Tabor (Mt 17, 2) en presencia de los tres Apóstoles. Y no fue necesaria esta maravilla para penetrar el claustro virginal y dejarle ileso en su virginal integridad, porque sin estos dotes pudiera Dios hacer otros milagros: que naciera el niño dejando virgen a la Madre, como lo dicen los doctores santos (S. Tomás, Summa, III, q. 28 a. 2 ad 2) que no conocieron otro misterio en esta natividad. Pero la voluntad divina fue que la beatísima Madre viese a su Hijo hombre-Dios la primera vez glorioso en el cuerpo para dos fines: el uno, que con la vista de aquel objeto divino la prudentísima Madre concibiese la reverencia altísima con que había de tratar a su Hijo, Dios y hombre verdadero; y aunque antes había sido informada de esto, con todo eso ordenó el Señor que por este medio como experimental se la infundiese nueva gracia, correspondiente a la experiencia que tomaba de la divina excelencia de su dulcísimo Hijo y de su majestad y grandeza; el segundo fin de esta maravilla fue como premio de la fidelidad y santidad de la divina Madre, para que sus ojos purísimos y castísimos, que a todo lo terreno se habían cerrado por el amor de su Hijo santísimo, le viesen luego en naciendo con tanta gloria y recibiesen aquel gozo y premio de su lealtad y fineza.
Lugar del Nacimiento de Nuestro Señor,
de la Básilica de la Natividad
480. El sagrado Evangelista San Lucas dice (Lc 2, 7) que la Madre Virgen, habiendo parido a su Hijo primogénito, le envolvió en paños y le reclinó en un pesebre. Y no declara quién le llevó a sus manos desde su virginal vientre, porque esto no pertenecía a su intento. Pero fueron ministros de esta acción los dos príncipes soberanos San Miguel y San Gabriel, que como asistían en forma humana corpórea al misterio, al punto que el Verbo humanado, penetrándose con su virtud por el tálamo virginal, salió a luz, en debida distancia le recibieron en sus manos con incomparable reverencia, y al modo que el Sacerdote propone al pueblo la Sagrada Hostia para que la adore, así estos dos celestiales ministros presentaron a los ojos de la divina Madre a su Hijo glorioso y refulgente. Todo esto sucedió en breve espacio. Y al punto que los santos Ángeles presentaron al niño Dios a su Madre, recíprocamente se miraron Hijo y Madre santísimos, hiriendo ella el corazón del dulce niño y quedando juntamente llevada y transformada en él. Y desde las manos de los dos santos príncipes habló el Príncipe celestial a su feliz Madre, y la dijo: Madre, asimílate a mí, que por el ser humano que me has dado quiero desde hoy darte otro nuevo ser de gracia más levantado, que siendo de pura criatura se asimile al mío, que soy Dios y hombre por imitación perfecta.— Respondió la prudentísima Madre: Trahe me post te, in odorem unguentorum tuorum curremos (Cant 1, 3). Llévame, Señor, tras de ti y correremos en el olor de tus ungüentos.—Aquí se cumplieron muchos de los ocultos misterios de los Cantares; y entre el niño Dios y su Madre Virgen pasaron otros de los divinos coloquios que allí se refieren, como: Mi amado para mí y yo para él (Cant 2,16), y se convierte para mí (Cant 7, 10). Atiende qué hermosa eres, amiga mía, y tus ojos son de paloma. Atiende qué hermoso eres, dilecto mío (Cant 1, 14-15); y otros muchos sacramentos que para referirlos sería necesario dilatar más de lo que es necesario este capítulo.
481. Con las palabras que oyó María santísima de la boca de su Hijo dilectísimo juntamente la fueron patentes los actos interiores de su alma santísima unida a la divinidad, para que imitándolos se asimilase a El. Y este beneficio fue el mayor que recibió la fidelísima y dichosa Madre de su Hijo, hombre y Dios verdadero no sólo porque desde aquella hora fue continuo por toda su vida, pero porque fue el ejemplar vivo de donde ella copió la suya, con toda la similitud posible entre la que era pura criatura y Cristo hombre y Dios verdadero. Al mismo tiempo conoció y sintió la divina Señora la presencia de la Santísima Trinidad, y oyó la voz del Padre eterno que decía: Este es mi Hijo amado, en quien recibo grande agrado y complacencia (Mt 17, 5).—Y la prudentísima Madre, divinizada toda entre tan encumbrados sacramentos, respondió y dijo: Eterno Padre y Dios altísimo, Señor y Criador del universo, dadme de nuevo vuestra licencia y bendición para que con ella reciba en mis brazos al deseado de las gentes (Ag 2, 8), y enseñadme a cumplir en el ministerio de madre indigna y de esclava fiel vuestra divina voluntad.—Oyó luego una voz que le decía: Recibe a tu unigénito Hijo, imítale, críale y advierte que me lo has de sacrificar cuando yo te le pida. Aliméntale como madre y reverencíale como a tu verdadero Dios.—Respondió la divina Madre: Aquí está la hechura de vuestras divinas manos, adornadme de vuestra gracia para que vuestro Hijo y mi Dios me admita por su esclava; y dándome la suficiencia de vuestro gran poder, yo acierte en su servicio, y no sea atrevimiento que la humilde criatura tenga en sus manos y alimente con su leche a su mismo Señor y Criador.
482. Acabados estos coloquios tan llenos de divinos misterios, el niño Dios suspendió el milagro o volvió a continuar el que suspendía los dotes y gloria de su cuerpo santísimo, quedando represada sólo en el alma, y se mostró sin ellos en su ser natural y pasible. Y en este estado le vio también su Madre purísima, y con profunda humildad y reverencia, adorándole en la postura que ella estaba de rodillas, le recibió de manos de los Santos Ángeles que le tenían. Y cuando le vio en las suyas, le habló y le dijo: Dulcísimo amor mío, lumbre de mis ojos y ser de mi alma, venid en hora buena al mundo, Sol de Justicia (Mal 4, 2), para desterrar las tinieblas del pecado y de la muerte. Dios verdadero de Dios verdadero, redimid a vuestros siervos, y vea toda carne a quien le trae la salud (Is 52, 10). Recibid para vuestro obsequio a vuestra esclava y suplid mi insuficiencia para serviros. Hacedme, Hijo mío, tal como queréis que sea con vos.— Luego se convirtió la prudentísima Madre a ofrecer su Unigénito al eterno Padre, y dijo: Altísimo Criador de todo el universo, aquí está el altar y el sacrificio aceptable a vuestros ojos. Desde esta hora, Señor mío, mirad al linaje humano con misericordia, y cuando merezcamos vuestra indignación, tiempo es de que se aplaque con vuestro Hijo y mío. Descanse ya la justicia, y magnifíquese vuestra misericordia, pues para esto se ha vestido el Verbo divino la similitud de la carne del pecado (Rom 8, 3) y se ha hecho hermano de los mortales y pecadores. Por este título los reconozco por hijos y pido con lo íntimo de mi corazón por ellos. Vos, Señor poderoso, me habéis hecho Madre de vuestro Unigénito sin merecerlo, porque esta dignidad es sobre todos merecimientos de criaturas, pero debo a los hombres en parte la ocasión que han dado a mi incomparable dicha, pues por ellos soy Madre del Verbo humanado pasible y Redentor de todos. No les negaré mi amor, mi cuidado y desvelo para su remedio. Recibid, eterno Dios, mis deseos y peticiones para lo que es de vuestro mismo agrado y voluntad.
483. Convirtióse también la Madre de Misericordia a todos los mortales, y hablando con ellos dijo: Consuélense los afligidos, alégrense los desconsolados, levántense los caídos, pacifíquense los turbados, resuciten los muertos, letifíquense los justos, alégrense los santos, reciban nuevo júbilo los espíritus celestiales, alíviense los profetas y patriarcas del limbo y todas las generaciones alaben y magnifiquen al Señor que renovó sus maravillas. Venid, venid, pobres; llegad, párvulos, sin temor, que en mis manos tengo hecho cordero manso al que se llama león; al poderoso, flaco; al invencible, rendido. Venid por la vida, llegad por la salud, acercaos por el descanso eterno, que para todos le tengo y se os dará de balde y le comunicaré sin envidia. No queráis ser tardos y pesados de corazón, oh hijos de los hombres. Y vos, dulce bien de mi alma, dadme licencia para que reciba de vos aquel deseado ósculo de todas las criaturas. — Con esto la felicísima Madre aplicó sus divinos y castísimos labios a las caricias tiernas y amorosas del niño Dios, que las esperaba como Hijo suyo verdadero.
484. Y sin dejarle de sus brazos, sirvió de altar y de sagrario donde los diez mil Ángeles en forma humana adoraron a su Criador hecho hombre. Y como la beatísima Trinidad asistía con especial modo al nacimiento del Verbo encarnado, quedó el cielo como desierto de sus moradores, porque toda aquella corte invisible se trasladó a la feliz cueva de Belén y adoró también a su Criador en hábito nuevo y peregrino. Y en su alabanza entonaron los Santos Ángeles aquel nuevo cántico: Gloria in excelsis Deo, et in terra pax hominibus bonae voluntatis (Lc 2, 14). Y con dulcísima y sonora armonía le repitieron, admirados de las nuevas maravillas que veían puestas en ejecución y de la indecible prudencia, gracia, humildad y hermosura de una doncella tierna de quince años, depositaría y ministra digna de tales y tantos sacramentos.
485. Ya era hora que la prudentísima y advertida Señora llamase a su fidelísimo esposo San José, que, como arriba dije (Cf. supra n. 472), estaba en divino éxtasis, donde conoció por revelación todos los misterios del sagrado parto que en aquella noche se celebraron. Pero convenía también que con los sentidos corporales viese y tratase, adorase y reverenciase al Verbo humanado, antes que otro alguno de los mortales, pues él solo era entre todos escogido para despensero fiel de tan alto sacramento. Volvió del éxtasis mediante la voluntad de su divina Esposa, y restituido en sus sentidos, lo primero que vio fue el niño Dios en los brazos de su virgen Madre, arrimado a su sagrado rostro y pecho. Allí le adoró con profundísima humildad y lágrimas. Besóle los pies con nuevo júbilo y admiración, que le arrebatara y disolviera la vida, si no le conservara la virtud divina, y los sentidos perdiera, si no fuera necesario usar de ellos en aquella ocasión. Luego que el santo José adoró al niño, la prudentísima Madre pidió licencia a su mismo Hijo para asentarse, que hasta entonces había estado de rodillas, y administrándole San José los fajos y pañales que traían, le envolvió en ellos con incomparable reverencia, devoción y aliño, y así empañado y fajado, con sabiduría divina le reclinó la misma Madre en el pesebre, como el Evangelista San Lucas dice (Lc 2, 7), aplicando algunas pajas y heno a una piedra, para acomodarle en el primer lecho que tuvo Dios hombre en la tierra fuera de los brazos de su Madre. Vino luego, por voluntad divina, de aquellos campos un buey con suma presteza, y entrando en la cueva se juntó al jumentillo que la misma Reina había llevado; y ella les mandó adorasen con la reverencia que podían y reconociesen a su Criador. Obedecieron los humildes animales al mandato de su Señora y se postraron ante el niño y con su aliento le calentaron y sirvieron con el obsequio que le negaron los hombres. Así estuvo Dios hecho hombre envuelto en paños, reclinado en el pesebre entre dos animales, y se cumplió milagrosamente la profecía: que conoció el buey a su dueño y el jumento al pesebre de su Señor, y no lo conoció Israel, ni su pueblo tuvo inteligencia (Is 1, 3).
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