LECCION # 8 PRINCIPIOS MORALES
1. ¿De dónde creen ustedes que provienen los valores morales que nuestra civilización ha adoptado … la defensa de la dignidad humana, por ejemplo? Muchos de los principales valores de la tradición moral en Occidente tienen su origen en la concepción católica de que la vida humana es sagrada. La Iglesia siempre ha enseñado que la vida humana es sagrada y cada persona tiene una singularidad y un valor especial, porque tiene un alma inmortal y una naturaleza racional, dado que ha sido creado a imagen de Dios.
Ahora esto nos parece obvio y normal, pero el considerar que cada persona es valiosa, pues posee un alma inmortal, era algo inusitado en el mundo antiguo. Para mencionar sólo una de las culturas antiguas: los griegos creían que sus dioses los trataban arbitraria y caprichosamente, que no estaban interesados en enseñarles moral y buen comportamiento. Eran dioses centrados en ellos mismos, narcisistas, que no se parecían en nada al Dios del cristianismo. Otra cultura más antigua aún: los sumerios, que vivían entre los ríos Tigris y Éufrates no sabían como aplacar a sus dioses. Vivían en un sitio bastante vulnerable a inundaciones y veían la universo como gobernado por dioses hostiles, verdaderamente desentendidos de su bienestar. Pero en la tradición cristiana creemos que Dios nos cuida. Además tenemos principios y formas de comportamiento que Dios quiere de parte de nosotros, uno de los cuales es el mandato de Dios a tratarnos bien unos a otros. Así que el trato justo y amable entre las personas fue algo verdaderamente original en la historia de la religión hasta la llegada del cristianismo. Esos conceptos tan reconocidos por nosotros hoy, fluyen de la idea de la santidad de la vida humana, que sólo era sostenida por la Iglesia.
Los pobres, los débiles y los enfermos eran tratados con desprecio por los que no eran cristianos. El infanticidio o asesinato de niños era considerado moralmente aceptable en Grecia y en Roma. Los cristianos admiraban a Aristóteles y Platón que habían anticipado algunas de las enseñanzas más sublimes de Jesucristo, pero también habían algunas ideas deplorables de parte de pensadores antiguos.
Por ejemplo Platón, uno de los más nobles filósofos griegos, llegó a decir que un hombre que no tenía suficiente salud para trabajar debía dejarse morir. En Roma, Séneca proponía ahogar a los niños que nacieran débiles. A los varones defectuosos y a muchas niñas aún sanas simplemente se les abandonaba a la muerte, para favorecer la población masculina, la cual llegó a superar a la femenina en 30%.
Este tipo de principios y prácticas eran inaceptables en la Iglesia. Pero lo más importante de destacar es que en el mundo antiguo no había nada que se asemejara al concepto de santidad de la vida humana, tan prevalente en la Iglesia. Cierto que los antiguos reconocían que la vida humana era superior a la de los demás seres vivos, a los animales, por ejemplo, pero no llegaban a acercarse al concepto de la santidad de la vida humana.
De Roma recordamos las peleas de gladiadores, una forma de entretenimiento brutal, en la que trataban de matarse los gladiadores enfrentados. Esto mostraba un completo desprecio a la dignidad de la vida humana: que la muerte de alguna persona fuera una forma de una diversión. A los emperadores cristianos les tocó abolir los pleitos entre gladiadores. Esta prohibición ha sido considerado como una de las grandes conquistas morales de la historia. El más conocido emperador cristiano, Constantino, fue quien abolió la práctica de la crucifixión, por veneración a la muerte de Cristo. Y en cuanto a la santidad de la vida, vemos también una cruzada contra la práctica del suicidio. ¿Y todo el mundo no estaba opuesto al suicidio? No todo el mundo. En la Grecia antigua, Aristóteles estaba en contra del suicidio, pero otros más bien lo apoyaban. Por ejemplo, existían los estoicos, que pensaban que la persona ideal era aquélla que tenía tal control sobre ella misma, que debía tener un control total de sus emociones. Los estoicos pensaban que el suicidio era una forma admirable de dejar este mundo, que equivalía a decir: tengo tal control sobre mí mismo y estoy tan desprendido de este mundo que yo mismo puedo escoger cuándo partir. San Agustín (siglo 4) argüía que Cristo podría haber instado al suicidio a sus seguidores para escapar al castigo de quienes los perseguían, pero no lo hizo. «Si Cristo no aconsejaba este modo de acabar con la vida», razonaba San Agustín, «es evidente que esta vía no está autorizada para quienes veneran a un Dios único y verdadero». Santo Tomás de Aquino también abordó el problema del suicidio, sosteniendo que si Dios da la vida al hombre, sólo El puede quitarla. Que es igualmente inaceptable matar a otro que quitarse la propia vida. Y esgrimía esta cita bíblica: “Soy dueño de la muerte y de la vida” (Dt. 32, 39). La Iglesia, entonces, se hizo sentir para oponerse a estos excesos: la vida acabada por uno mismo o por un gladiador en una pelea de diversión. Pero quedaba otra práctica inaceptable: el duelo. Sus defensores sostenían que el duelo era una forma de canalizar la violencia, pues tenía ciertas normas y tenía lugar en presencia de testigos, y que era preferible a las venganzas incontroladas. La Iglesia no aceptaba la argumentación de los que creían que la violencia y la venganza eran inevitables. Para tratar de acabar con la práctica del duelo, la Iglesia impuso sanciones a quienes participaran en esta práctica. Resolvió expulsar de la Iglesia a los duelistas, además de privarlos de los sacramentos y de un entierro religioso. Tan grave consideraba esta situación, que se abordó en un Concilio tan ocupado en cuestiones dogmáticas como fue el Concilio de Trento (1545-1563). Posteriormente a mediados del siglo 19 Pío IX extendió las sanciones a los testigos y cómplices del duelo. Pero las leyes civiles continuaban indiferentes al duelo. Y tan recientemente como fines del siglo 19, el Papa León XIII continuó la línea de oposición al duelo: “Si la gente fuera capaz de refrenar sus pasiones y someterse a Dios, resultaría más fácil abandonar la monstruosa costumbre del duelo”. Sostenía algo que era evidente: en el duelo se pretende quitar la vida o al menos herir al adversario, y, además, se pone en peligro la propia vida.
Otro aspecto fue el acento que la Iglesia le da a la dignidad del matrimonio. La Iglesia enseñó siempre que las relaciones íntimas entre hombre y mujer están reservadas a la unión matrimonial. La moral sexual había llegado a un punto de cierta degradación cuando la Iglesia se hizo presente en la historia. La promiscuidad era generalizada. Ovidio, escritor y poeta romano del siglo 1, observaba que las prácticas sexuales se habían tornado especialmente perversas, incluso sádicas. En los comienzos del siglo II, Tácito, senador e historiador romano, afirmaba que una mujer casta era un fenómeno raro. La situación de inmoralidad sexual debe haber llegado a límites graves, pues el Emperador César Augusto tuvo que recurrir a medidas legales para tratar de frenar la depravación, pero es raro que la ley pueda reformar un pueblo que ya ha sucumbido al desenfreno. Tuvo, entonces, que intervenir la Iglesia con sus enseñanzas morales y con sus ejemplos de santidad para influir en una cultura tan degradada. Los cristianos tenían un tal deseo de alcanzar la rectitud moral, que en el siglo II en Grecia, Galeno, el médico griego, destacaba la disciplina moral y sexual que tenían. Edward Gibbon, historiador del siglo 18, achacó la caída de Roma a la religión cristiana (???!!!). Como vemos, no era muy favorable al cristianismo. Pero aún Gibbon concedió que los cristianos contribuyeron a restaurar la dignidad de la unión matrimonial.
La costumbre en el mundo antiguo era la culpabilización de la mujer en el adulterio y la liberación de culpa por parte del hombre. La postura de la Iglesia fue la de ecualización de la culpa en el adulterio. La Iglesia no limitaba el adulterio a la infidelidad de la mujer hacia el marido, sino que lo extendía a la infidelidad del marido hacia la mujer: es deplorable que una esposa sea infiel con su esposo, pero es igualmente deplorable lo contrario. Edward Westermark quien era un experto en la historia del matrimonio occidental, sostenía que fue la religión cristiana la que finalmente equiparó el pecado de adulterio. Y la Iglesia no se limitó a esta igualdad de la falta del hombre y de la mujer sino que, además, santificó el matrimonio, elevándolo a la categoría de sacramento, y prohibió el divorcio (lo que significaba que ningún hombre podía dejar a su mujer para casarse con otra). Así que de parte de la Iglesia tenemos un énfasis en la igualdad en lo que se refiere al adulterio. También un énfasis en la santidad de la unión matrimonial.
No hay que dejarse llevar por la especie de que la Iglesia Católica es anti-femenina y pro masculina. Los griegos despreciaban a las mujeres. En la Iglesia existía un profundo respeto por ellas. Y era un respeto pro-activo. Veamos: ¿en qué cultura de la antigüedad o del medievo, se consiguen mujeres dirigiendo sus propias instituciones: sus conventos, sus orfelinatos, sus colegios? Sólo en la Iglesia. La autonomía de las mujeres mejoró gracias a la Iglesia. Esto lo destaca el filósofo Robert Phillips: “Las mujeres hallaron protección en las enseñanzas de la Iglesia, se les permitía constituir comunidades religiosas dotadas de autogobierno, un hecho insólito en cualquier cultura del mundo antiguo … ¿Dónde hubo en el mundo mujeres capaces de dirigir escuelas, conventos, universidades, hospitales y orfanatos, fuera del catolicismo?” Adicionalmente, basta observar el listado de mujeres santas. Si las mujeres hubieran sido marginadas por la Iglesia, ¿cómo es que hay tantas mujeres reconocidas por sus virtudes humanas y cristianas? Tenemos legiones de mujeres declaradas Santas. Y tenemos una devoción profunda a la Santísima Virgen. Tenemos una cantidad de aspectos en nuestra fe que son pro-mujer. ¡Si es que a la Iglesia primitiva hasta se le acusó de ser una religión de mujeres! ¡Y aún hoy tenemos mujeres en funciones de liderazgo dentro de la Iglesia!
Una de las ventajas de formar parte de la Iglesia Católica es que ella nos ayuda a vivir una vida correcta y buena. La Iglesia, siguiendo las enseñanzas de Jesucristo, su Fundador, nos dice que una vida buena no es solamente una vida de actos que no sean pecaminosos o inmorales. La Iglesia nos enseña que no basta cumplir estrictamente los 10 Mandamientos, pues no es suficiente, por ejemplo, no asesinar a alguien, o no cometer adulterio. No se trata solamente de evitar un mal que se comete con el cuerpo, sino que tampoco el alma puede involucrarse en inclinaciones pecaminosas. No basta no robar, hay que evitar tener codicia de los bienes ajenos y envidiar al que tiene posesiones que nosotros no tenemos. No basta no matar, hay que evitar el odio, el resentimiento, la venganza, la ira, el insulto. No basta no caer en adulterio, sino que tampoco debemos distraernos en pensamientos impuros que pueden llevarnos a hacer mal uso de nuestra sexualidad. ¿Que no es fácil todo esto? No lo es. Pero la Iglesia enseña que, para llevar una vida acorde con nuestra dignidad humana, tenemos la ayuda de Dios, la gracia divina. Pero, como contraparte, es indispensable nuestra respuesta positiva a esa ayuda que Dios nos da con su gracia. La Iglesia nos pone los ejemplos de los santos, seres humanos iguales a nosotros que han podido llevar una vida modelo porque han llevado una vida buena respondiendo a la gracia divina. En Grecia, Sócrates había dicho: “conocer el bien es hacer el bien”. Es decir, que si conocieras qué es bueno, automáticamente te sientes impulsado inevitablemente a hacer el bien. Por supuesto, sabemos cuán lejos está este pensamiento socrático de la experiencia. ¿Cuántas veces no sabemos qué es bueno y hacemos lo contrario? San Pablo, en cambio, está totalmente en desacuerdo con este pensar socrático, porque su experiencia es como la nuestra: De hecho no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero. (Rom 7, 19) De allí la importancia de la templanza y el auto-control, de la penitencia y el sacrificio, tan desacreditado en lo moral, pero tan popular en la cultura física hoy en día. ¿En qué consisten la templanza, el auto-control, la penitencia, el sacrificio? Si me entreno a negarme cosas que no son malas, como podría ser comer un vegetal en vez de comer un postre (que no es malo en sí mismo), puedo ir aprendiendo a tener soberanía sobre mi persona y mis deseos. Y cuando venga la tentación, puedo salir victorioso. En la medida que más nos acostumbramos al pecado, resulta más fácil seguir pecando. ¿No es así? Pero también lo opuesto es verdad. La vida de virtud es más fácil si la convertimos en un hábito. Eso decía el gran filósofo griego, Aristóteles. La Iglesia nos dice que debemos vivir de acuerdo a nuestra naturaleza humana, que no debemos vivir como los animales, que no podemos hacer lo que solamente nos da placer inmediato, pues estamos destinados para algo mucho más grande: la vida eterna en Cristo. Si queremos llevar una vida digna de lo que es un ser humano, la Iglesia tiene muchas cosas que decirnos. Pero la cultura actual nos vende otros modelos. ¿Qué vamos a hacer? ¿Seguir lo que nos vende la cultura actual o seguir lo que la Iglesia nos ha propuesto porque es la verdad y tiene razón?
3 casos de la vida real Estos tres casos de la vida real los refirió el Cardenal Dolan, el 18 de septiembre de 2012, cuando se le preguntó si la Iglesia no estaba pasada de moda o era anacrónica. Además de referir estos casos, el Cardenal dijo unas cuantas cosas:
La Iglesia ha ido mucho más allá de las normas morales. En fidelidad y seguimiento a las enseñanzas de Cristo, la Iglesia nos ha propuesto siempre el ejercicio de la caridad cristiana: la ayuda a los demás. La Iglesia ha cambiado al mundo con el ejercicio de la caridad. Aún los que se aficionan a criticar la Iglesia han tenido que reconocer que su labor caritativa ha sido extraordinaria.
Y no basta apreciar la cantidad de obras que ha llevado a cabo, sino también la calidad de esta ayuda de la Iglesia. Es cierto que la Iglesia ha hecho una cantidad inmensa de obras buenas y necesarias, pero más importante aún ha sido el espíritu que ha dado impulso a esas obras de ayuda a las necesidades humanas.
Nos referimos no sólo a la calidad de los servicios en sí y al funcionamiento ejemplar de sus instituciones caritativas, sino también al espíritu que mueve esos actos de solidaridad con el prójimo. Este espíritu es lo que revolucionó la atención a los necesitados. Como sabemos, la enseñanza de la Iglesia es y ha sido siempre que debemos ayudar a las personas. Y que debemos dar sin esperar recibir. O sea que esa ayuda no se hace esperando retribuciones. Esa ayuda no es como una deuda que te permitiría exigir al otro algo por los servicios recibidos. Tampoco se hace para demostrar que la Iglesia es muy buena por prestar dicha ayuda. La ayuda al prójimo se hace porque Dios nos lo ha pedido y nos lo exige. Y se hace por el respeto a la persona que Dios ha creado a su imagen y semejanza. Se hace por amor a Dios y por amor al prójimo, no porque se espera que el otro te recompense.
…… La atención y ayuda a los enemigos y adversarios. Y es que, siguiendo lo que Cristo nos ha pedido, la Iglesia aconseja que debemos ayudar incluso a nuestros enemigos. ¿Qué locura es ésa? Hoy pueda se acepte un poco más, pero imaginemos esta actitud en el mundo antiguo. En Grecia y Roma eso era considerado un disparate. Y en esas culturas, por los favores dados se esperaba retribución. No se ayudaba a otros desinteresadamente, por supuesto. Hubo un oficial del ejército romano en la época del Emperador Constantino (siglo 4), llamado Pacomio, que se impresionó mucho, porque en un momento en que este ejército estuvo atacado por enfermedad y desnutrición, ¿saben quiénes fueron a ayudarlos? Sí. Los que creían en Cristo estaban ayudando a la misma gente que los había perseguido en el pasado. Eso impactó tanto a Pacomio, que se preguntó ¿qué clase de creencia religiosa es ésta que puede inspirar esta bondad tan desinteresada y que hace el bien, incluso a aquéllos que les habían hecho daño? No podía creer lo que estaba viendo. Y ¿saben que sucedió? Pacomio empezó a investigar esta religión tan asombrosa y en poco tiempo ya estaba convertido. Los cristianos prestaban ayuda a quien la necesitara, sin fijarse en la religión a la que pertenecían. Por eso Eusebio, el gran historiador eclesiástico del siglo 4, cuenta que, como resultado del buen ejemplo de los cristianos, muchos paganos se interesaron por el cristianismo. Juliano el Apóstata, que detestaba el cristianismo, se lamentaba de la bondad de los cristianos hacia los paganos pobres: «Estos impíos galileos no sólo alimentan a sus pobres, sino también a los nuestros; los invitan a sus ágapes para atraerlos, tal como se atrae a los niños con un dulce”. (citado por Thomas E. Woods en Cómo la Iglesia construyó la Civilización Occidental). Jesús quiere que amemos a nuestros enemigos, no sólo porque El los ama, sino porque desea que se conviertan en nuestros amigos. Para evangelizar, no sólo hace falta debatir y enseñar, también hace falta ser bondadososcon los que estén en el otro bando. Estos se preguntarán como Pacomio: ¿por qué me están haciendo tanto bien? Ese es el resultado del testimonio de caridad de la Iglesia. Y eso revolucionó al mundo antiguo.
Había habido ciertas muestras de generosidad en el mundo antiguo, es cierto, pero nada siquiera se aproximara al nivel al que llegó la Iglesia. Y es la Iglesia la que institucionaliza el cuidado a enfermos, viudas y huérfanos, pobres. W. H. Lecky es un historiador del siglo 19 enemigo de la Iglesia Católica, pero cuando escribió sobre el tema de la caridad, habiendo estudiado los registros históricos, concluyó que no hay duda que tanto en teoría y en práctica, tanto en las instituciones fundadas, como en la obligación que tenían los cristianos para responder a las necesidades de los demás, la caridad de la Iglesia no resiste comparación con más ninguna otra institución, ni siquiera con “el estado, que ayudaba más por política que por benevolencia”. Sin embargo, no podemos dejar de lado los sentimientos nobles de filantropía de algunos filósofos antiguos. Inclusive algunos paganos pudientes daban donaciones y construían obras que favorecían a la población. Pero la mayoría de esas señales de altruismo iban acompañadas de un deseo de retribución, o al menos de reconocimiento. Analizando la postura que otros tenían en la antigüedad ante las necesidades de los otros, nos vuelven a aparecer los estoicos, que ciertamente ayudaban a los demás, pero sin ninguna conexión compasiva. Como ellos trataban de ser imperturbables ante el propio dolor, también debían serlo ante el dolor ajeno, y en sus acciones de ayuda no podían compartir la pena y el dolor de los demás. La influencia estoica se hacía sentir en el ambiente, pues la piedad y la compasión eran emociones que se consideraban patológicas, defectos de carácter que debían evitarse. (ref. Rodney Stark, citado por Thomas Woods en How the Church built Western Civilization) Por eso Séneca, que era estoico, concluía: “Sólo los ojos enfermos se humedecen cuando ven llorar otros ojos” (Séneca). No parecería que, con esta actitud de insensibilidad, los estoicos y sus seguidores pudieran de veras haber sido solidarios y atentos con los demás, porque si no consideraban la aflicción y la enfermedad un mal que atender, ¿por qué motivo irían a aliviar a los que las padecían? Sólo los seguidores de Cristo estarían en primera línea para socorrer a los necesitados. Comparemos, por ejemplo, a los estoicos antiguos con la Madre Teresa y sus monjas en la forma de ayudar a los más miserables.
La calidad y la cantidad de las obras de caridad de la Iglesia sobresalen, y su testimonio de servicio a lo largo de la historia resulta a la vez interesante y contundente. Es más, si pensamos bien, fue la Iglesia la que inventó la forma de hacer caridad a que estamos acostumbrados en nuestra civilización occidental. Eso lo destaca el historiador Thomas Woods en su libro sobre la Iglesia y la Civilización Occidental: “Registrar en su totalidad las obras de caridad católica realizadas por individuos, parroquias, diócesis, monasterios, misioneros, frailes, monjas y organizaciones laicas exigiría muchos y extensos volúmenes. Baste decir que la caridad católica no ha tenido parangón en cuanto a cantidad y diversidad del trabajo realizado y el alivio del sufrimiento y de la miseria humana. Vayamos aún más lejos: fue la Iglesia católica quien inventó la caridad tal como hoy la conocemos en Occidente”. (Thomas E. Woods en Cómo la Iglesia construyó la Civilización Occidental). Para contrastar la actitud cristiana y la actitud pagana ante el sufrimiento, veamos lo que relata el Obispo de Alejandría, Dionisio, sobre una plaga que tuvo lugar en el siglo 3: Los paganos «arrinconaban a los que caían enfermos y se alejaban incluso de sus amigos más queridos, arrojaban en los caminos a los moribundos y allí los dejaban, tratándolos con profundo desprecio cuando morían y sin darles sepultura». También describe, sin embargo, que muchos cristianos «no se abandonaban los unos a los otros, sino que permanecían unidos y visitaban a los enfermos, sin pensar en el peligro que corrían, para ocuparse de ellos asiduamente ... atrayendo sobre sí la enfermedad de sus vecinos y dispuestos a aceptar la carga de los sufrimientos de quienes los rodeaban» (citado por Thomas E. Woods en Cómo la Iglesia construyó la Civilización Occidental). Y como éste hay testimonios abundantes en cuanto a la actitud cristiana de ayudar y hasta de llegar a dar la vida por el otro. No hay que olvidar, por cierto, el aporte de los Monjes también en ayuda caritativa a los enfermos. Por siglos los Monasterios eran los únicos centros de salud organizada en Europa, verdaderos oasis de oración, de paz, de atención, que facilitaba los procesos curativos de los enfermos. En la Edad Media, a lo largo y ancho de Europa, cada Monasterio se convirtió en un centro de ayuda caritativa: los viajeros eran alojados, los enfermos atendidos, los prisioneros rescatados, y algunos pobres llegaron a recibir alojamiento indefinido en uno que otro monasterio. Primero fueron los Monasterios Benedictinos, Cistercienses y Premonstratenses. Luego las órdenes religiosas mendicantes, Franciscanos y Dominicos, las cuales también se distinguieron por su dedicación a las obras de caridad.
De su Fundador, por supuesto, de las enseñanzas de Jesucristo: San Pablo escribió sobre esta enseñanza de Cristo en sus cartas. ¿Se parece a lo de los estoicos o a la acción de los paganos ante las necesidades ajenas? ¿Notan la diferencia? Y estas enseñanzas de Pablo eran repetidas a su vez por los Padres de la Iglesia, para que siguieran estos consejos de San Pablo, incluso el de hacer el bien a los enemigos.
Porque no tienen el espíritu de Cristo que nos invita a dar y a darnos sin esperar recibir, porque Dios así lo quiere. Porque en el cristianismo amar al prójimo y amar a Dios van juntos. Es más: se ama de veras al prójimo cuando se le ama desde el amor a Dios. Los enemigos de la Iglesia no podían entender por qué las ayudas de otras instituciones no llegaban a poderse comparar con los servicios caritativos de la Iglesia. Ese emperador romano pagano del siglo 4, Juliano el Apóstata, que era de veras anti-cristiano, rechazaba la tolerancia que había sido extendida al cristianismo mediante el Edicto de Milán de Constantino, y deseaba volver a instaurar el paganismo antiguo, eliminando por completo la presencia cristiana. Para ello estableció sacerdotes paganos, ceremonias paganas y otros aspectos del paganismo con el apoyo del estado. Pero se encontraba con un escollo: la gente seguía siendo atraída por la fe cristiana, porque los sacerdotes de la Iglesia eran buenos, amables y generosos, y los fieles cristianos eran igual de buenos. Sin embargo, sus sacerdotes paganos no. Y los cristianos seguían captando gente por el trato que daban y por su buen ejemplo. Martín Lutero tampoco podía digerir la caridad católica, porque la acción caritativa promovida por sus enseñanzas parecía desvanecerse. No conseguía explicación para esto y eso lo atormentó. Terminó admitiendo que la Iglesia Católica hacía que las personas fueran caritativas, sin tener que forzarlas. Voltaire fue tal vez el pensador francés más anti-católico del siglo 18. Pero hasta Voltaire no salía de su asombro con el extraordinario sacrificio que hacían las religiosas que trabajaban en los hospitales, para aliviar la miseria humana. Y llegaba a comparar la acción benéfica de otras instituciones con esta frase: “Los pueblos separados de la religión Romana han podido imitar sólo imperfectamente tan generosa caridad”. Las ideas de Voltaire, así como de otros filósofos anti-católicos, sirvieron de inspiración a la Revolución Francesa. Los ataques de la Revolución Francesa a las obras de la Iglesia nos dan una idea de las dimensiones de la caridad de la Iglesia. En 1789 el gobierno revolucionario nacionalizó los bienes eclesiásticos. La Iglesia advirtió en su momento el daño que esto traería al bienestar del pueblo francés. En sólo 10 años el número de 50.000 estudiantes universitarios bajó a 12.000. Y 40 años después el número de hospitales había bajado a menos de la mitad.
Los valores morales que la Iglesia aportó a la civilización occidental no se refieren sólo a la santidad de vida, el buen comportamiento, el cumplimiento de normas, sino también al trato de caridad entre los seres humanos por amor a ellos y a Dios. La Iglesia Católica revolucionó lo que era la ayuda a los necesitados con su concepto de la caridad cristiana, no sólo en la calidad de la ayuda brindada, sino también en la cantidad.
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