SEÑALES EN EL CAMINO 2ª Señal ¿CÓMO ADORAR A DIOS? 1. ¿Cómo adorar a Dios? Para adorar a Dios primero tenemos que darnos cuenta que dependemos totalmente de El. Esto no lo podemos olvidar. ¿Te has dado cuenta de que cada latido de tu corazón depende de Dios y no de ti? (!!!) ¿Tú puedes hacer latir tu corazón si llegara a pararse? Y si dependemos de El y El es nuestro Dueño, no nos queda más que entregarnos a su Voluntad, a lo que El quiere de nosotros. En eso consiste adorar a Dios.
Vamos a ver si recordamos cuál es el Primer Mandamiento: Amar a Dios sobre todas las cosas. Pero veamos cómo le expresó Dios a Moisés este Primer Mandamiento y hasta lo escribió El mismo en las tablas de piedra. Vamos a ver cómo expone el mismo Jesucristo este Mandamiento, cuando fue tentado por el Demonio en el desierto. Jesús le respondió a una de las tentaciones con este mandamiento enunciado así: “Adorarás al Señor tu Dios y a El sólo servirás” (Mt. 4, 10) (de Dt 6, 13-14).
Es saber que Dios nos ha creado (no olvidar nunca esto). Y, si nos ha creado, El es nuestro Dueño. ¿Nos damos cuenta de esto? ¿Nos damos cuenta que no podemos pasar esto por alto? Vamos a ver, si alguno de nosotros fabrica un objeto, planta una matita, prepara un postre... ¿quién es el dueño de eso? El que lo hizo ¿no? Y para fabricar nosotros algo, tenemos que contar con materiales que no hemos hecho nosotros, sino que nos han llegado de alguna manera. Ahora imagínense ustedes ... ¡si Dios nos hizo a cada uno y nos hizo de la nada! Y nos hizo por Amor, porque quería compartir con nosotros su Amor Infinito y su Felicidad Perfecta. ¿Quién es el Dueño, entonces? Y si El es nuestro Creador y nuestro Dueño ... ¿qué somos nosotros? Si Dios nos ha creado, nosotros somos sus creaturas (porque nos ha hecho) y sus criaturas (porque nos cría, nos sigue cuidando y alimentando). Si es nuestro Dueño, somos de Dios. Somos posesión de Dios. Yo le pertenezco a Dios. Como la Adoración es la forma más elevada de oración, a esa forma de oración tenemos que apuntar ¿no? No significa que no oremos de otras maneras, pero debemos acostumbrarnos a siempre que podamos adorar a Dios.
“Llega la hora, y ya estamos en ella, en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad. Entonces serán verdaderos adoradores del Padre, tal como El mismo lo quiere.” (Jn. 4, 23-24). Y … ¿qué es adorar al Padre en espíritu y en verdad”? Es reconocer en nuestro interior lo que somos de verdad: hechura de Dios, propiedad de Dios. “Tú el Hacedor, y yo la hechura” (Santa Catalina de Siena, Diálogos: Gusté y ví). ¿Nos reconocemos así? ¿Reconocemos a Dios como nuestro Hacedor y, por tanto, nuestro Dueño? ¿Nos comportamos así … como creaturas? ¿O nos comportamos como dueños de nosotros mismos para estar a tónica con el mundo del que no debemos formar parte? Pero recordemos lo que oró Jesús en la Última Cena: “Ellos no son del mundo” (Jn. 17, 16). Podemos ser adoradores en espíritu y en verdad en la medida en que realmente nos rindamos ante El. Rendirse ante El. Eso es adorar a Dios; eso es a d o r a r l o. Tenemos libertad para escoger, pero ser libres no es hacer lo que queramos. Ser libres es escoger libremente a Dios y su Voluntad. Ser libres es ir descubriendo la Voluntad de Dios en la oración. Es la adoración al Señor lo que nos hará libres, porque al adorar estamos en la Verdad: nos reconocemos creaturas, es decir, hechura de Dios, dependientes de El. Reconocemos que no nos valemos por nosotros mismos (si cada latido de nuestro corazón depende de El, ¿de qué podemos presumir?) En la adoración nos encontramos con Dios y nos reconocemos sus creaturas, dependientes de El, nuestro Padre y Creador, nuestro principio y nuestro fin. Somos capaces de ser veraces prácticamente sólo cuando adoramos. La adoración es lo que nos hace estar en verdad. Y ¿cuál es nuestra verdad? Que somos directamente dependientes de Dios. No nos valemos por nosotros mismos. La adoración exige esa pobreza de las bienaventuranzas: ser pobre de espíritu. Es la pobreza radical de quien se sabe nada. Nada somos, nada tenemos. Es el "Dios es Todo, yo soy nada", también de Santa Catalina de Siena. Al descubrir a Dios como Creador, descubrimos inmediatamente que no somos nada y que todo lo recibimos de El. Nos ponemos, entonces, delante de Dios en desnudez, como Job cuando al final aceptó -por fin- que recibía todo de Dios: “Reconozco que lo puedes todo” (Job 42, 1-6). El orgullo impide la oración. En la canción Maranatha repetimos: “Haz que me quede desnudo ante tu presencia, haz que abandone mi vieja razón de existir”. Hay que abandonar las alforjas que cargamos y el viejo vestido, que llevamos puesto. Y que pretendemos llevarlo –inclusive- a la oración. La alforja que más pesa es el orgullo. Es inútil buscar mucho cuál es nuestro pecado dominante: es el orgullo en todas o en algunas de sus formas. El orgullo fue el pecado original y luego se ha repetido con diversas melodías cacofónicas a lo largo de la historia de la humanidad: Engreimiento, deseo de poder, vanidad (querer quedar bien, querer ser apreciado, reconocido, estimado, aprobado, consultado, alabado, preferido), defensa de los propios criterios (que no suelen provenir de la oración, sino de los razonamientos estériles), defensa de los propios intereses, creerse indispensable, querer aparecer, defensa de la propia imagen, temor a perder la fama, temor a la crítica y aún a la corrección, etc. etc. etc. Son todas formas de orgullo. El orgullo nos impide adorar, porque el orgulloso no es capaz de quitarse su corona, esa corona que está cargada de todas esas formas de orgullo, que van contra la humildad y contra la pobreza de espíritu. Por eso, al no más darnos cuenta de alguna forma de orgullo, hay que hacer un acto de humildad y ponerse en adoración en seguida. Porque, si el orgullo nos impide orar, por consecuencia lógica: la adoración nos quita el orgullo. Y Dios que ama a los corazones humillados, vendrá enseguida en nuestra ayuda. Adoración Como los Reyes Magos ante el Niño Jesús los cuales se postraron y adoraron al Señor, quitándose sus coronas. (“Vieron al Niño con María y, postrados, le adoraron” (Mt. 2, 11). Debemos inclinarnos, arrodillarnos, postrarnos ante El, pero no sólo con el gesto físico que debemos hacer, sino verdaderamente en actitud de inferioridad absoluta ante Quien nos posee, porque nos ha creado. En actitud de quitarnos nuestras coronas de orgullo, de engreimiento, de independencia ante Dios. Quitarnos el hábito de estar continuamente tratando de disponerle a El. Como los 24 ancianos en la Liturgia Celestial que describe el Apocalipsis, que representan al pueblo de Dios fiel (“Se arrodillan ante el que está sentado en el trono, adoran al que vive por los siglos de los siglos y arrojan sus coronas delante del trono ”-Ap. 4, 10). Adorar a Dios, entonces, es tomar conciencia de nuestra dependencia de El y de la consecuencia lógica de esa dependencia: entregarnos a El y a su Voluntad. No tener voluntad propia, sino adherir nuestra voluntad a la Voluntad de Dios. En la adoración nos encontramos con Dios y nos reconocemos sus creaturas, dependientes de El, nuestro Padre y Creador, nuestro principio y nuestro fin. ¿Qué es adorar a Dios? MEMORIZACION
Hay una tradición de la Iglesia, que viene del Antiguo Testamento: Orar o Adorar siete veces al día. ¿Por qué siete veces al día? No sólo porque siete es el número de la plenitud, sino por la frase del Salmo: “Siete veces al día te alabo, a causa de tus justos juicios” (Salmo 119, 164). Un Abad Cistercience de nuestra época, que había sido militar, un día sintió el llamado del Señor para hacerse trapense. El se sentía llamado a una vida contemplativa, al silencio y al recogimiento. Al principio se sintió muy bien en la Trapa, pero al cabo de unos años se dio cuenta que los monjes del convento donde estaba no eran contemplativos ¡eran trabajadores! El seguía siendo contemplativo y orando, por instrucciones del Señor. Los Monjes rezaban el Oficio Divino juntos, estaban en Misa juntos. Pero …¿? Y un día fue nombrado Abad y pensó: “Ahora soy responsable de esta comunidad de trabajadores que debe convertirse en una comunidad contemplativa”. Invocando al Espíritu Santo para ver cómo hacer, recibió la respuesta: “Recuérdales el deber de la adoración; ya no adoran. Intentan cantar las alabanzas de Dios, pero ya no adoran, de modo que ya no puedo hacer nada por ellos. Diles que adoren siete veces al día”. No es casualidad que la Santísima Virgen María en el mensaje en Medyugorie del 25-2-08 dice algo parecido: “Que vuestro día esté hilvanado de pequeñas y fervientes oraciones”. Notemos que la Virgen habla de pequeñas y fervientes oraciones: jaculatorias, actos de amor, de decirle algo al Señor, de tomar conciencia de que está con uno en ese momento. No tienen que ser interrupciones largas: son pequeños momentos de contacto con el Señor, pequeños momentos de adoración. Comenzando con el ofrecimiento de obras (“soy tuyo, Señor, el día es tuyo, haz conmigo lo que quieras: aquí estoy para hacer tu Voluntad”) y terminando con el examen de conciencia en la noche (“qué he hecho hoy que Jesús no hubiera hecho … perdóname Señor, quiero ser como Tú eres y hacer lo que Tú harías”), sólo hay que hilvanar unos cuantos más a lo largo de la jornada diaria, por ejemplo, cada vez que cambiemos de ocupación. Pero volvamos al Monasterio Trapense: al cabo de seis meses, la Trapa de trabajadores se había convertido en una Trapa de contemplativos. 6. ¿Qué diferencia hay entre la oración de adoración y la Adoración al Santísimo Sacramento? Cuando el católico oye la palabra “Adoración” inmediatamente piensa en la Adoración al Santísimo Sacramento. La oración de adoración puede hacerse en cualquier sitio. También ante el Santísimo Sacramento, en que adoramos a Jesús vivo y presente ante nuestros ojos. La experiencia parece mostrarnos que es más fácil orar ante Jesús Sacramentado, especialmente si está expuesto en una custodia. ¿Cómo se explica esto? Es que, Cristo, realmente presente en la Eucaristía, nos atrae hacia Él (Jn 12, 32). El Santísimo Sacramento ejerce una atracción, escondida y misteriosa, pero muy real. Podemos concluir, entonces, que la adoración eucarística es un medio excelente para entrar en la adoración en espíritu y verdad, para ser verdaderos adoradores. La hora de adoración puede, a veces, parecernos un poco pesada, sobre todo cuando la oración es árida. Pero ese silencio exterior es un regalo de Jesús para ayudarnos a entrar en el silencio interior. Ante esa mirada de amor de Cristo sobre nosotros, ante esa atracción misteriosa que hace a través de su presencia real, ¿cuál debe ser nuestra respuesta? Adorarlo en espíritu y en verdad. La presencia eucarística de hecho nos enseña a adorar. En la adoración uno está solo frente a Dios, y el Espíritu Santo nos va educando para que descubramos nuestra relación de dependencia total de Dios, Creador y Padre. Al darnos cuenta de esa total dependencia, nuestra alma no puede menos que adorar. El alma realiza, entonces, su máxima postración ante Dios. Santa Teresa de Los Andes habla en sus cartas sobre cómo la contemplación de Cristo presente en la Eucaristía, la llenaba de amor: “El otro día, viendo el Santísimo manifiesto, me preguntaba por qué no nos volvemos locas de amor por El”. “Allí (en el tabernáculo), anonadado, vive por las creaturas… se ha reducido a hostia o nada para poder llegar hasta ti”.
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