SEÑALES EN EL CAMINO 2ª Señal 4.5 Oración según
Recordemos la escena de los Reyes Magos ante el Niño Jesús y la de los 24 Ancianos del Apocalipsis, los cuales se postraron y adoraron al Señor, quitándose sus coronas. Quitarnos nuestras coronas es despojarnos de nuestro yo. Despojarnos de nosotros mismos es estar frente a Dios en la verdad. “Los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad” (Jn 4, 23). Somos capaces de ser veraces prácticamente sólo cuando adoramos. La adoración es lo que nos hace estar en verdad. Y ¿cuál es nuestra verdad? Que somos directamente dependientes de Dios. No nos valemos por nosotros mismos. La adoración exige esa pobreza de las bienaventuranzas: ser pobre de espíritu. Es la pobreza radical de quien se sabe nada. Nada somos, nada tenemos. Dios es Todo, yo soy nada. Al descubrir a Dios como Creador, descubrimos inmediatamente que no somos nada y que todo lo recibimos de El. Nos ponemos, entonces, delante de Dios en desnudez, como Job cuando al final aceptó -por fin- que recibía todo de Dios: “Reconozco que lo puedes todo” (Job 42, 1-6). Como la canción Maranatha: “Haz que me quede desnudo ante tu presencia, haz que abandone mi vieja razón de existir”. Hay que abandonar las alforjas que cargamos y el viejo vestido, que llevamos puesto. Y que pretendemos llevarlo –inclusive- a la oración. La alforja que más pesa es el orgullo. Es inútil buscar mucho cuál es nuestro pecado dominante: es el orgullo en todas o en algunas de sus formas. El orgullo fue el pecado original y luego se ha repetido con diversas melodías cacofónicas a lo largo de la historia de la humanidad: Engreimiento, deseo de poder, vanidad (querer quedar bien, querer ser apreciado, reconocido, estimado, aprobado, consultado, alabado, preferido), defensa de los propios criterios (que no suelen provenir de la oración, sino de los razonamientos estériles), defensa de los propios intereses, creerse indispensable, querer aparecer y figurar, defensa de la propia imagen, temor a perder la fama, temor a la crítica y aún a la corrección, etc. etc. etc. Son todas formas de orgullo. El orgullo nos impide adorar, porque el orgulloso no es capaz de quitarse su corona, esa corona que está cargada de todas esas formas de orgullo, que van contra la humildad y contra la pobreza de espíritu. Por eso, al no más darnos cuenta de alguna forma de orgullo, hay que ponerse en adoración en seguida. Porque, si el orgullo nos impide orar, por consecuencia lógica: la adoración nos quita el orgullo y nos lleva a la humildad. Por la adoración vamos poco a poco, progresivamente, siendo humildes, permitiendo al Espíritu Santo que nos vaya curando del orgullo y regalándonos humildad, base de todas las demás virtudes y de muchos otros regalos del Espíritu Santo. La adoración es el verdadero camino que nos conduce de manera segura –aunque paulatina- a la humildad. Y ¿qué es la humildad? “Humildad es andar en verdad”, según Santa Teresa de Jesús. Y andar en verdad es reconocernos creaturas dependientes de Dios que nada somos ante El y nada podemos sin El. Y ése es el primer paso para poder adorar a Dios en espíritu y en verdad. Por cierto, la Humildad es la siguiente señal en el camino de la salvación.
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