RELATO MÍSTICO
DE LA ENCARNACION DEL HIJO
DE DIOS

MÍSTICA CIUDAD DE DIOS:
por Sor María de Jesús de Agreda


CAPITULO 1

Comienza el Altísimo a disponer
en María Santísima
el misterio de la Encarnación y
su  ejecución
por nueve días  antecedentes.

(una novena de preparación)

CAPITULO 6


63. Manifestole asimismo el Señor el feliz estado de la justicia original en que puso a nuestros primeros padres Adán y Eva, y conoció las condiciones, hermosura y perfección de la inocencia y de la gracia, y lo poco que perseveraron en ella; entendió el modo cómo fueron tentados y vencidos con la astucia de la serpiente y los efectos que hizo el pecado, el furor y el odio de los demonios contra el linaje humano.

A  la vista de todos estos objetos hizo nuestra Reina grandes y heroicos actos de sumo agrado para el Altísimo: reconoció ser hija de aquellos primeros padres, descendiente de una naturaleza tan  ingrata a su Criador y en este conocimiento se humilló en la divina presencia, hiriendo el corazón de Dios y obligándole a que la levantase sobre todo lo criado. Tomó por su cuenta llorar aquella primera culpa con todas las demás que de ella resultaron, como si de todas fuera ella la delincuente. Por esto se pudo ya llamar "feliz culpa" (Pregón pascual de  la liturgia del Sábado Santo) a aquella que mereció ser llorada con tan preciosas lágrimas en la estimación del Señor, que comenzaron a ser fiadoras y  prenda cierta de nuestra redención.  

PARTE 6
CAPITULO  8

Pide nuestra gran Reina
en la presencia del Señor
la ejecución de la  Encarnación y  
 Redención  humana   
y concede Su Majestad la petición
.


87. Estaba la divina princesa María Santísima tan llena de gracia y  hermosura y el corazón de Dios estaba tan herido (Cant. 4, 9) de sus tiernos afectos y  deseos, que ya ellos le obligaban a volar del seno del eterno Padre al tálamo  de  su virginal vientre y a romper aquella larga rémora que le detenía por más de cinco mil  años para no venir al mundo.  

Ardía en el corazón de María Santísima el fuego que el mismo Dios había encendido en él,  y pedía sin  cesar su salud para el linaje humano, pero encogíase  la humildísima Señora, sabiendo que por el pecado de Adán estaba promulgada la sentencia de muerte y privación eterna de la cara de Dios para los mortales.

88. Entre  el amor y la humildad había una divina lucha en  el  corazón purísimo de María, y  con amorosos  y humildes afectos repetía muchas veces:  ¡Oh  quién fuera poderosa para alcanzar el remedio de mis hermanos! ¡Oh quién sacara del seno del Padre a su Unigénito y le trasladara a nuestra mortalidad! Pero ¿cómo lo podemos  solicitar los mismos hijos y descendientes del malhechor que cometió la culpa?  ¿Cómo podremos traer a nosotros al mismo que nuestros padres alejaron tanto? ¡Oh lumbre de la lumbre, Dios verdadero de Dios verdadero, si descendieseis inclinando vuestros cielos (Sal. 143, 5) y dando luz a los que viven de asiento en las tinieblas (Is. 9, 2)!

89. Esta oración repetía María Santísima en el día octavo de los nueve que voy declarando, y a la hora de media noche, elevada y abstraída en el Señor, oyó que Su Majestad  la respondía: Esposa y paloma mía,  ven, escogida mía, que no se entiende contigo la común ley (Est. 15, 13); exenta eres del pecado y libre estás de sus efectos desde el instante de tu concepción; y cuando te di el ser, desvió de ti la vara de mi justicia y derribé en tu cuello la de mi gran clemencia, para que  no  se extendiese a ti el general edicto del pecado. Ven a mí, y no desmayes en tu humildad y conocimiento de tu naturaleza; yo levanto al humilde, y  lleno de riquezas al que es pobre; de tu parte me tienes y favorable será contigo mi liberal misericordia.

90. Estas palabras oyó intelectualmente nuestra Reina, y luego conoció que por mano de sus Santos Ángeles era llevada corporalmente al cielo, como el día precedente, y que en su lugar quedaba uno de los mismos de su guarda. Subió de nuevo a la presencia del Altísimo, tan rica de tesoros de su gracia y dones, tan próspera y tan hermosa, que singularmente en esta ocasión admirados los espíritus soberanos decían unos a otros en alabanza del Altísimo: ¿Quién es ésta, que sube del desierto tan afluente de delicias? (Cant. 8, 5) ¿Quién es ésta que estriba y hace fuerza a su amado (Ib.), para llevarle consigo a la habitación terrena? ¿Quién es la que se levanta como aurora, más hermosa que la luna, radiante como el sol (Cant. 6,  9)? ¿Cómo sube tan refulgente de la tierra llena de tinieblas? ¿Cómo es tan esforzada y valerosa en tan frágil naturaleza? ¿Cómo tan poderosa, que quiere vencer al Omnipotente?  Y ¿cómo estando cerrado el cielo a los hijos de Adán, se le franquea la entrada a esta singular mujer de aquella misma descendencia?

91. Recibió el Altísimo a su electa y única esposa María Santísima en su presencia, y fue con incomparables favores de iluminaciones y purificaciones que el mismo Señor la dio, cuales hasta aquel día había reservado;  la habló y la dijo (Cant. 6, 12): Esposa  mía, perfectísima paloma y amiga mía, agradable  a mis ojos, vuélvete y conviértete a nosotros  para  quete veamos y nos agrademos  de  tu hermosura; no me pesa de haber criado al hombre, deleitome en su formación, pues tú naciste de él; vean mis espíritus celestiales  cuán dignamente he querido y quiero elegirte por mi Esposa y Reina de todas mis criaturas; conozcan cómo me deleito con razón en tu tálamo, a donde mi Unigénito, después de la gloria de mi pecho, será más glorificado. Entiendan todos que si justamente repudié  a Eva, la primera reina de la tierra,  por su inobediencia, te levanto y te pongo en la suprema dignidad, mostrándome magnífico y poderoso con tu humildad purísima y desprecio.

92. Fue para los Ángeles este día de mayor júbilo y gozo accidental que otro alguno había sido desde su creación. Y cuando la Beatísima Trinidad eligió y declaró por Reina y Señora de las criaturas a su Esposa y Madre del Verbo eterno, la reconocieron y admitieron los Ángeles y todos los  espíritus   celestiales   por Superiora y Señora y la cantaron dulces himnos de gloria y alabanza del Autor.

En estos ocultos y admirables misterios estaba la divina reina María absorta en el abismo de la Divinidad y luz  de sus infinitas perfecciones; y  con  esta admiración disponía, el Señor que no atendiese a todo lo que sucedía, y así se le ocultó siempre el sacramento de ser elegida por Madre  del Unigénito hasta su tiempo. No hizo jamás el Señor tales cosas con nación alguna (Sal. 147, 20), ni  con otra criatura se manifestó tan grande y poderoso, cómo este día con María Santísima.

93.  Añadió más  el  Altísimo, y dijo la  con extremada dignación:  Esposa y electa mía, pues hallaste gracia en mis ojos, pídeme sin recelo lo que deseas y  te aseguro como Dios fidelísimo y poderoso Rey que no desecharé tus peticiones ni te negaré lo  que pidieres.— Humillose profundamente nuestra gran Princesa, y debajo de la promesa y real palabra del Señor, levantándose  con segura confianza, respondió y dijo: Señor  mío  y Dios altísimo, si en vuestros ojos hallé gracia (Gén. 18, 3), aunque soy polvo y ceniza, hablaré en vuestra real presencia  y derramaré  mi corazón  (Sal. 61, 9).—

Asegurola otra vez Su  Majestad y la mandó pidiese todo lo que fuese su voluntad en presencia de todos los cortesanos del  cielo, aunque  fuese   parte de  su reino (Est. 5,3).No pido, Señor mío —respondió María Purísima— parte  de vuestro reino para mí, pero pídole todo entero para todo el linaje humano, que son mis hermanos.  Pido, altísimo y poderoso Rey, que por vuestra piedad inmensa nos enviéis a vuestro Unigénito y Redentor nuestro, para que satisfaciendo por todos los pecados del mundo alcance vuestro pueblo la libertad que desea, y quedando satisfecha vuestra justicia se publique la paz (Ez.  34, 25) en la tierra a los hombres y se les haga franca la entrada de los cielos que por sus culpas están cerrados. Llegue ya, Dios mío, el día de vuestras promesas, cúmplanse vuestras palabras y venga nuestro Mesías por tantos siglos deseado. Esta es mi ansia y a esto se alientan mis ruegos con la dignación de vuestra infinita clemencia.

94.  El Altísimo Señor, que  para obligarse disponía  y movía las peticiones de  su amada Esposa, se inclinó benigno a ellas, y la respondió con singular clemencia: Agradables son tus ruegos a mi  voluntad y aceptas  son tus peticiones;  hágase  como tú lo pides; yo quiero, hija y esposa mía, lo que tú deseas; y en fe de esta verdad, te doy  mi palabra y te prometo que con gran brevedad bajará mi Unigénito a la tierra y se vestirá y unirá con la naturaleza humana, y tus deseos aceptables tendrán ejecución y cumplimiento.

124.  Veo  cómo para descender el Verbo Eterno del seno de su Padre aguardó y eligió por tiempo y la hora más oportuna el silencio de la media noche (Sab.18, 14) de la ignorancia de los mortales, cuando toda la posteridad de Adán estaba sepultada y absorta en el sueño del olvido y en la ignorancia de su Dios verdadero, sin haber quien abriese su boca para confesarle y bendecirle, salvo algunos pocos de su pueblo. Todo el resto del mundo estaba con silencio y lleno de tinieblas, habiendo corrido una larga noche de  cinco mil y casi  doscientos años, sucediendo unos siglos y generaciones a otras, cada cual en  el tiempo prefinido  y determinado por la  eterna sabiduría.

113.  Obedeciendo  con  especial  gozo el soberano príncipe Gabriel al divino mandato, descendió del supremo  cielo, acompañado de muchos millares de Ángeles hermosísimos que le seguían en forma visible. Este gran príncipe y legado es como un mancebo elegantísimo y de rara belleza:  su rostro tenía refulgente y despedía muchos rayos de resplandor, su semblante grave y majestuoso, sus pasos medidos, las acciones compuestas, sus palabras ponderosas y eficaces, y todo él representaba, entre severidad y agrado, mayor deidad que otros ángeles de los que había visto la divina Señora hasta entonces en aquella forma.  Llevaba diadema de singular resplandor y   sus vestiduras rozagantes descubrían varios colores, pero todos refulgentes y muy brillantes, y en el pecho llevaba como engastada una cruz bellísima que descubría el misterio de la encarnación a que se encaminaba su embajada, y todas estas circunstancias solicitaron más la atención y afecto de la prudentísima Reina.

114. Todo este celestial ejército con su cabeza y príncipe San Gabriel encaminó su vuelo a Nazaret, ciudad de la provincia de Galilea, y a la morada de María Santísima, que era una casa humilde y   su retrete  un estrecho aposento desnudo de los adornos que usa el mundo.  Era la divina Señora en esta ocasión de edad de catorce años, seis meses y diecisiete días, porque cumplió los años el ocho de septiembre, y los seis meses y diecisiete días corrían desde aquél hasta éste en que se obró el mayor de los misterios que Dios obró en el mundo.

115. La persona de esta divina Reina era dispuesta y de más altura que la común de aquella edad en otras mujeres, pero muy elegante del cuerpo, con suma proporción y perfección:  el  rostro  más largo  que redondo, pero  gracioso, y no flaco ni grueso, el  color claro y tantito moreno; la frente espaciosa con proporción;  las cejas en arco perfectísimas; los ojos grandes y graves, con increíble e indecible hermosura y columbino agrado,  el color entre negro y verde oscuro; la nariz seguida y perfecta; la boca pequeña y los labios colorados y sin extremo delgados ni gruesos;  y toda ella en estos dones de naturaleza  era  tan proporcionada y hermosa que ninguna otra criatura humana lo  fue tanto.  

El mirarla causaba a un mismo tiempo alegría y reverencia, afición y temor reverencial; atraía el corazón y le detenía en una suave veneración; movía para alabarla y enmudecía su grandeza y muchas gracias y perfecciones; y causaba en todos los que advertían divinos efectos  que no se pueden fácilmente explicar; pero llenaba el corazón de celestiales influjos y movimientos divinos que encaminaban a Dios.

116.     Su vestidura  era humilde, pobre y limpia, de color plateado, oscuro o pardo que tiraba a color de ceniza, compuesto y aliñado sin curiosidad, pero con  suma modestia y honestidad.

Cuando se acercaba la embajada del cielo, ignorándolo ella, estaba en altísima contemplación sobre los misterios que había renovado el Señor en ella con tan repetidos favores los nueve días antecedentes. Y por haberla asegurado  el mismo Señor, que su Unigénito descendería luego a tomar forma humana, estaba la gran Reina fervorosa y alegre en la fe de esta palabra y, renovando sus humildes y encendidos afectos, decía en su corazón:  ¿Es posible que ha llegado el tiempo tan dichoso en que ha de bajar el Verbo del eterno Padre a nacer y conversar con los hombres (Bar. 3, 38), que le ha de tener el mundo en posesión, que le han de ver los mortales con ojos de carne, que ha de nacer aquella luz inaccesible, para iluminar a los que están poseídos de tinieblas? ¡Oh quién mereciera  verle y conocerle!  ¡Oh quién besara la tierra donde pusiera sus divinas plantas!

118.    En estas peticiones y operaciones, y muchas que no alcanza mi lengua a explicar, estaba María Santísima en la hora que llegó el Ángel San Gabriel. Estaba purísima en el alma, perfectísima en el cuerpo, nobilísima en los pensamientos, eminentísima en santidad, llena de gracias y toda divinizada y agradable a los ojos de Dios, que pudo ser digna Madre suya y eficaz instrumento para sacarle del seno del Padre y traerle a su virginal vientre.

Ella fue el poderoso medio de nuestra redención y se la debemos  por  muchos títulos, y  por esto merece que todas   las naciones y generaciones    la bendigan y eternamente la alaben (Lc. 1, 48).  

131. Para ejecutar  el Altísimo este misterio entró el Santo Arcángel Gabriel, en el retrete donde estaba  orando María Santísima, acompañado de innumerables Ángeles en forma humana visible y respectivamente todos refulgentes con incomparable hermosura.   

Era jueves a las siete  de  la  tarde  al oscurecer la noche.  Viole la divina Princesa de los cielos y mirole con suma modestia y templanza, no más de lo que bastaba  para reconocerle por Ángel del Señor, y conociéndole, con su acostumbrada humildad quiso hacerle reverencia;  no lo  consintió el Santo Príncipe, antes él la hizo profundamente como a su Reina y Señora, en quien adoraba  los divinos misterios de su Criador, y junto con eso reconocía que ya desde aquel día se mudaban los antiguos tiempos y costumbre de que los hombres adorasen a los Ángeles, como lo  hizo Abrahán (Gén. 18, 2),  porque levantada la naturaleza humana a la dignidad del mismo Dios en la Persona del Verbo, ya quedaban los hombres adoptados por hijos suyos y compañeros o hermanos  de  los mismos Ángeles, como se  lo dijo al evangelista  San Juan el que no le consintió adoración (Ap. 19, 10).

Después el ángel me dijo: «Escribe: Felices los que han sido invitados al banquete de bodas del Cordero.» Y añadió: «Estas son palabras verdaderas de Dios.»  Caí a sus pies para adorarlo, pero él me dijo: «No lo hagas, yo no soy más que un servidor como tú y como tus hermanos que transmiten las declaraciones de Jesús (son declaraciones de Jesús las que vienen del espíritu de los profetas). Sólo debes adorar a Dios.» (Ap 19, 9-10

132. Saludó el Santo Arcángel a nuestra Reina y suya, y la dijo:  Ave María, llena de Gracia, el Señor está contigo, bendita tú entre las mujeres (Lc. 1, 28). Turbose sin alteración la más humilde de las criaturas, oyendo esta nueva salutación del Ángel.  Y la turbación tuvo en ella dos causas: la una, su profunda humildad con que se reputaba por inferior a todos los mortales, y oyendo, al mismo tiempo que  juzgaba de sí tan bajamente, saludarla y  llamarla bendita entre todas las mujeres, le causó  novedad. La segunda  causa  fue que,  al  mismo tiempo cuando oyó la salutación y la confería en su pecho como la iba oyendo, tuvo inteligencia del Señor que la elegía para Madre suya, y esto la turbó mucho más, por el concepto que de sí  tenía formado.

Y por esta turbación prosiguió el Ángel declarándole  el orden del  Señor, y diciéndola: No  temas, María, porque hallaste gracia con el Señor; advierte que concebirás un hijo  en tu vientre y le parirás y le pondrás por nombre Jesús; será grande y será llamado Hijo  del Altísimo. Y lo demás que prosiguió el Santo Arcángel (Ib. 30-31).

133.   Sola nuestra  prudentísima y humilde Reina pudo entre la puras criaturas dar la ponderación y magnificencia    debida a tan nuevo y singular sacramento, y como conoció su grandeza, dignamente se admiró y  turbó. Pero convirtió su corazón humilde al Señor, que no podía negarle sus peticiones, y en su secreto le pidió nueva luz y asistencia para gobernarse en tan arduo negocio;  porque —como dije en el capítulo  pasado (Cf. supra n. 119)— la dejó  el Altísimo para  obrar  este misterio en el estado común de la fe, esperanza y caridad, suspendiendo otros géneros de favores y elevaciones interiores que frecuente o continuamente recibía. En esta disposición replicó y dijo a San Gabriel lo que prosigue San Lucas (Lc. 1, 34): ¿Cómo ha de ser esto de concebir y  parir hijo, porque  ni conozco varón ni  lo puedo conocer? Al  mismo tiempo representaba en su interior al Señor el voto de castidad que había hecho y el desposorio que Su  Majestad había celebrado con ella.

134.  Respondiola el Santo Príncipe Gabriel: Señora, sin conocer varón, es fácil al poder Divino haceros  madre; y el Espíritu Santo vendrá con su presencia y estará de nuevo con vos, y  la virtud del Altísimo os hará sombra para que de vos pueda nacer el Santo de los Santos, que se llamará Hijo de Dios.  Y advertid que vuestra deuda Elisabet también  ha concebido  un  hijo  en  su  estéril senectud, y éste  es  el  sexto mes  de  su concepción; porque nada  es imposible para con Dios (Ib. 35-37), y el mismo que hace concebir y parir a la que era estéril, puede hacer que vos, Señora, lleguéis a ser su Madre quedando siempre Virgen y más consagrada vuestra gran pureza; y al Hijo que pariereis le dará Dios el trono de su padre David, y su reino será eterno en la casa de Jacob (Ib. 32). No ignoráis, Señora, la profecía de Isaías, que concebirá una virgen y parirá un hijo que se llamará Emmanuel, que es  Dios con nosotros  (Is. 7, 14).  Esta profecía es infalible y se ha de  cumplir en  vuestra persona.  

Asimismo sabéis el gran misterio de  la zarza que vio  Moisés ardiendo sin ofenderla el fuego (Ex. 3, 2), para significar en esto las dos naturalezas divina y humana, sin que ésta sea consumida de la divina, y  que la Madre del Mesías le concebirá y parirá si que su pureza virginal quede violada. Por Vuestro medio rescataría Dios humanado a todo el linaje de Adán de la opresión del demonio.

136.  Grande maravilla por cierto, y digna de nuestra admiración, que todos estos misterios, y los que cada uno encierra, los dejase el Altísimo en mano de una humilde doncella y todo dependiese de su fiat. Pero digna y seguramente lo  remitió a la sabiduría y fortaleza de esta mujer fuerte, que pensándolo con tanta magnificencia y altura no le dejó frustrada su confianza que tenía en ella (Prov. 31, 11)

Las  obras que se quedan dentro del mismo Dios no necesitan de la cooperación de criaturas, que no pueden tener parte en ellas, ni Dios puede esperarlas para obrar ad intra; pero en las obras ad extra  contingentes, entre las cuales la mayor y más excelente fue hacerse hombre, no la quiso ejecutar sin la cooperación de María Santísima y  sin que ella diese su libre consentimiento; para que con ella y  por ella diese este complemento a todas  sus obras, que sacó a luz  fuera de sí mismo, para que le debiésemos este  beneficio a la Madre de la sabiduría y nuestra Reparadora.

137.  Consideró y penetró profundamente esta gran Señora el campo tan espacioso de la dignidad de Madre de Dios para comprarle (Ib. 16ss.) con un fiat; vistiose de fortaleza más que humana y  gustó y vio cuán buena era la negociación y comercio de la Divinidad. Entendió las sendas de sus ocultos beneficios, adornose de fortaleza y hermosura; y habiendo entendido por si misma y con la ayuda del celestial Gabriel la grandeza de tan altos y divinos sacramentos, fue su purísimo espíritu absorto y elevado en admiración, reverencia y sumo intensísimo  amor  del mismo  Dios; y con  la  fuerza de estos movimientos y afectos soberanos, como con efecto connatural de ellos, fue su castísimo corazón casi prensado y comprimido con una fuerza que le hizo destilar tres gotas de su purísima sangre y, puestas en el natural lugar para la concepción del cuerpo de Cristo Señor nuestro, fue formado de ellas por la virtud del Divino y Santo Espíritu; de suerte que la materia de que se fabricó la humanidad santísima del Verbo para nuestra redención, la dio y administró el Corazón de María Purísima a fuerza de  amor, real  y verdaderamente.  Y al mismo tiempo con la humildad nunca harto encarecida, inclinando un  poco la cabeza y juntas las manos, pronunció aquellas palabras que fueron el principio de nuestra reparación: He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra (Lc. 1, 38).

138.  Al pronunciar este fiat tan dulce para los oídos de Dios y  tan feliz para nosotros, en un  instante se obraron cuatro cosas:
-la primera, formarse el cuerpo santísimo de Cristo Señor nuestro de aquellas tres gotas de sangre que  administró  el corazón  de María  Santísima;
-la segunda, ser criada el alma santísima del mismo Señor, que también fue criada  como las  demás;
-la tercera, unirse el alma y cuerpo y componer su humanidad perfectísima;
-la cuarta, unirse la divinidad en la persona del Verbo con la humanidad, que con ella unida hipostáticamente hizo en un   supuesto la Encarnación, y fue formado Cristo Dios y hombre verdadero. Señor y Redentor nuestro.

Sucedió esto viernes a 25  de marzo al romper del alba, o a los crepúsculos de la luz, a la misma hora que fue formado nuestro primer padre Adán, y en el año de la creación del mundo de cinco mil ciento noventa y  nueve, como lo  cuenta la Iglesia romana en el Martirologio, gobernada   por  el  Espíritu Santo. Esta cuenta es la verdadera y cierta, y así se  me ha declarado, preguntándolo por orden de la obediencia.  Y conforme a  esto, el mundo fue criado  por el  mes de marzo, que corresponde a su principio de la creación; y porque las obras del Altísimo todas son perfectas (Dt. 32, 4) y acabadas, las plantas y los árboles salieron de la mano de Su Majestad con frutos, y siempre los tuvieran sin perderlos si el pecado no hubiera alterado a toda la naturaleza, como lo diré de intento en otro tratado,  si fuere voluntad del Señor, y lo dejo ahora por no pertenecer a éste.

139. En el mismo instante de tiempo que celebró el Todopoderoso las bodas de la unión hipostática en el tálamo virginal de María Santísima, fue la divina Señora elevada a la visión beatífica y se le manifestó la Divinidad intuitiva y claramente y conoció en ella altísimos sacramentos, de que hablaré en el capítulo siguiente.  

El  divino niño iba creciendo naturalmente en el lugar del útero con el alimento, sustancia  y sangre  de  la Madre Santísima, como los demás hombres, aunque más libre y  exento de las imperfecciones que los demás hijos de Adán padecen en aquel lugar y estado; porque de algunas accidentales y no pertenecientes a la sustancia de la generación, que son efectos del pecado, estuvo libre la Emperatriz del cielo, y de las superfluidades imperfectas que en las mujeres son naturales y comunes, de que los demás niños se forman, sustentan y crecen; pues para dar la materia que le faltaba de   la naturaleza   infecta  de   las descendientes de Eva, sucedía que se la administraba, ejercitando actos heroicos de las virtudes, y  en especial de la caridad.  De manera que María Santísima administró al Espíritu Santo, para la formación del cuerpo, sangre pura, limpia, como concebida sin pecado, y libre de sus pensiones. Y la que en las demás madres, para ir creciendo los hijos, es  imperfecta e inmunda, la Reina del cielo daba la más pura, sustancial y delicada, porque a poder de afectos de amor y de las demás virtudes se la comunicaba, y también la sustancia de lo mismo que la divina Reina comía. Y como sabía que el ejercicio de sustentarse ella era para dar alimento al Hijo de Dios y suyo, tomábale siempre con actos tan heroicos, que admiraba a los espíritus angélicos que en acciones humanas tan comune pudiese haber  realces tan soberanos de merecimiento y de agrado del Señor.

140. Quedó esta  divina Señora en la posesión de Madre del  mismo Dios con tales privilegios, que cuantos he dicho hasta ahora y diré adelante no son aún lo menos de su excelencia, ni mi lengua lo puede manifestar; porque ni al entendimiento le  es  posible debidamente concebirlo, ni  los más doctos ni sabios hallarán términos adecuados para explicarlos.  Los humildes, que entienden el arte del amor divino, lo conocerán por la luz infusa y por el gusto y sabor interior con que se perciben tales sacramentos.

No sólo quedó María Santísima hecha cielo, templo y  habitación de la Santísima Trinidad y transformada, elevada  y deificada con la especial y nueva asistencia de la Divinidad en su vientre purísimo, pero también  aquella humilde casa y pobre oratorio quedó todo divinizado y consagrado por nuevo santuario del Señor. Y los divinos espíritus, que  testigos de esta maravilla asistían a contemplarla, con nuevos cánticos de alabanza  y con indecible júbilo engrandecían al Omnipotente y en compañía de la felicísima Madre le bendecían en su nombre, y del linaje humano, que ignoraba el mayor de sus beneficios y misericordias.

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Dogma Mariano: María Madre de Dios

 

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